El origen de la crítica de arte

EL ORIGEN DE LA CRÍTICA DE ARTE Y LOS SALONES
Publicado en Anna Mª Guasch (coord.), La crítica de arte. Historia, teoría y praxis, Ediciones del Serbal, Madrid, Barcelona, 2003


1. EL NACIMIENTO DE LA CRÍTICA

El origen de la crítica de arte debe situarse en el contexto de la nueva sensibilidad que impone el ascenso de la esfera pública y liberal de la burguesía, la clase social determinante en el curso histórico de la Modernidad. Entonces, el surgimiento del ciudadano como parte integrante y constructor de un nuevo orden social se fundamenta en la convicción en la soberanía del individuo, cuyo acceso al conocimiento respalda su posición en la esfera pública. Sin embargo, si este encuentro entre sujeto y conocimiento amenaza ya de por sí el discurso oficial, cuestionándolo, será en el terreno de la sensibilidad donde el individuo halle su garantía última, al experimentar de manera privada y cierta su autonomía y libertad.
La universalidad de la experiencia estética, y a la vez siempre subjetiva, que dictamina I. Kant en su Crítica del juicio al final del siglo XVIII, es la conclusión de un arduo proceso que parte de la libertad de elección defendida por el humanismo que durante el Renacimiento aísla la figura de un hombre excepcional, el genio creativo, para extenderse paulatinamente al modelo del “diletante virtuoso” y el “amateur”, como grupo de individuos en continuo autoperfeccionamiento, hasta la consolidación de la existencia del público burgués, para el que el debate estético se convierte en símbolo y metáfora del ansiado cambio social, político y económico.
El juicio individual, junto al objetivo de crear un nuevo gusto más o menos consensuado, son piezas clave en la constitución de la identidad de la burguesía como clase dominante a través de la opinión pública, una noción típicamente dieciochesca[i], que subvierte la jerarquía tradicional en el orden de la verdad y, con ello, el valor asignado hasta entonces a los principios de conocimiento, cuyo dogmatismo es puesto de manifiesto por el criticismo ilustrado[ii]. Una subversión que no habría sido posible sin la aparición de la prensa, a través de la que, en el paso del siglo XVII al XVIII, “las fuerzas empeñadas en conseguir influencia en las decisiones del poder estatal apelan al público raciocinante para legitimar sus exigencias ante esta nueva tribuna”[iii], como ocurre en el “caso modélico de la evolución inglesa”[iv], donde la prensa quedó libre de censura en 1695[v]. Revistas como The Tatler, de Steele, y The Spectator, de Addison -imitadas a lo largo del siglo XVIII en toda Europa[vi]-, tipifican la unificación de un nuevo bloque dirigente a través de su discurso cultural, donde la burguesía descubre “una imagen idealizada de sus relaciones sociales”[vii]. Las discusiones estéticas parecen dar cuerpo al principio de igualdad de derechos que, obviamente, continúa siendo mera abstracción - pero ahora supuestamente legitimada- en el terreno político-económico. Y si esta prensa no fue esencialmente política se debió a que “lo que el momento político exigía era precisamente ‘cultural’”[viii]. La crítica (literaría, artística) no surge como un discurso especializado ni autónomo: “es más bien un sector de un humanismo ético general, indisociable de la reflexión moral, cultural y religiosa”[ix]. Partiendo de que “todos estamos llamados a participar en la crítica”, pues “todo el mundo tiene una capacidad básica de juicio” (aunque las circunstancias individuales puedan hacer que cada persona desarrolle esa capacidad de distinta manera), el crítico aparece como un “mero portavoz del público en general, que formula ideas que se le podrían ocurrir a cualquiera y cuya tarea consiste en ordenar el debate general”[x].
A pesar del crecimiento extraordinario de la prensa, la invención histórica y cultural más importante de la época[xi], el alcance del nuevo estado de opinión dependió decisivamente de la aparición de otras “instituciones” complementarias, como los cafés ingleses y los salones parisinos[xii]. Así se fue difundiendo la educación estética del nuevo público lector burgués[xiii]. Según Hauser: “Al principio, el modo de pensar y la sensibilidad de los lectores aún se rigen por los de la aristocracia, educada en los criterios culturales y el gusto del clasicismo y aficionada al estilo claro y agudo, elegante e ingenioso; al poco tiempo, el ingenio se le antoja a la burguesía vano, incluso ridículo, y el contenido político, ético, social, emotivo y humanístico, incomparablemente más interesante y significativo que la forma estilística que la recubre”[xiv].
Todo ello basta para clarificar la ruptura que existe entre la crítica de arte y el resto de los géneros pertenecientes a la literatura artística precedente a la Modernidad: el memorialista, el tratado doctrinal y el tratado técnico[xv]. Los tres desarrollados por expertos, cuando no artistas, y dirigidos a un ámbito profesional y muy restringido, representante de la norma, apoyada a su vez en la fe en la belleza atemporal del arte. Sin embargo, la nueva crítica artística surge como respuesta a la exigencia que plantea la existencia de un nuevo público de arte, en continua formación. A diferencia de la teoría del arte, se trata de “la valoración e interpretación escrita de un no-artista salido del público y dirigida a ese mismo público”[xvi], al que le urge identificarse con el potencial ideológico de un catálogo artístico renovado. Ya sean nuevos sentidos para viejas iconografías o la inversión en la valoración jerárquica de los géneros plásticos tradicionales, la atención se gira hacia un arte que habla del presente, independientemente de su supuesto valor futuro, esto es, hipotéticamente atemporal. Pronto se observa “un menosprecio de la técnica por cuanto la ‘habilidad’ es precisamente lo que el artista domina en contraposición con el crítico”, quien, en cambio, “conoce las interrelaciones”[xvii]: aquellas que convierte al arte para la burguesía “en la quintaesencia de los bienes espirituales”[xviii]. El juicio estético entonces es indisociable de la toma de postura personal y social; el gusto, que desde Addison ya no se “vincula con una belleza racional sino con la sensibilidad”[xix], se torna símbolo de libertad y, el arte, en campo fértil para la batalla ideológica. De la balbuciente y heterodoxa crítica de arte durante el siglo XVIII pueden decirse muchas cosas, pero no que es aburrida[xx].
Recorriendo un arco desde el didactismo al libelo, desde una perspectiva actual, parece explicar el fenómeno de la gestación del arte comprometido del XIX, que dará paso a la virulencia de las vanguardias; y se perfila como un modelo aún válido, donde se plantean ya problemas aún irresueltos, como las propias condiciones de exposición y contemplación, o el carácter discursivo del arte desde entonces. Incluso, aspectos que identificamos como plenamente contemporáneos, por ejemplo, el fenómeno del público como espectáculo, no fueron ajenos a las crónicas que relataron la expectación ante el arte del presente. Entonces, como ahora, los grandes debates de la crítica apuntaban a elementos constitutivos, considerados hasta el momento inamovibles, amenazando con sobrepasarlos y abriendo la experiencia estética a nuevos valores y transformaciones.


2. LA CRÍTICA EN LOS SALONES

Opinión crítica, público, arte del presente, y un solo lugar de encuentro y confrontación: la exposición. Este es el círculo que cierra la experiencia estética moderna, definida por su autonomía. Y es también la aportación decisiva del siglo XVIII. Hasta entonces, el arte siempre había sido controlado por grupos de elite a quienes servían los artistas para satisfacer la ostentación de su poder, su riqueza o la defensa de sus valores ideológicos; y “la experiencia popular del gran arte, con independencia de la importancia y del impacto emocional que pudiera tener para las gentes que lo contemplaron, estaba abiertamente dirigida y administrada desde arriba”[xxi]. Una situación que hace inviable per se la existencia de la crítica, pues “sólo cuando existe un público para el arte puede existir la crítica de arte”[xxii], como su interlocutor necesario.
Sin embargo, ese público –y, por tanto esa crítica- no se afirmaron hasta que “desde arriba” no se reconoció su importancia para el progreso del arte. Por ello, a pesar del incipiente mercado artístico desarrollado a partir del Renacimiento y que alcanzó el gusto popular en los Países Bajos durante el XVII, frente al tradicional patrocinio artístico, el surgimiento histórico de la crítica de arte fue una consecuencia, y como veremos no tan deseada, de la importancia que la Academia Francesa concede a las exposiciones públicas en su afán de lograr el “grand goût” con el que imponer en Europa su pretendida hegemonía artística[xxiii].

Publicidad del arte
En los estatutos de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture, fundada por Colbert y Le Brun, en 1663, figura, como uno de sus cometidos, organizar “ejercicios públicos” con los que dar a conocer el trabajo de sus miembros. Un año antes, el clasicista Fréart de Chambray, en su Idée de la perfection de la Peinture (1662), convencido de que para todo arte existe sólo una verdad, había defendido el interés de dar a conocer al público ese arte, que acabaría con la decadencia contemporánea, debida a la dispersión en la opinión, a menudo errática, de unos pocos “semi-cultos”[xxiv] (atraídos por la “el atrevimiento del pincel”, “la belleza quimérica” y la “furia” barrocos). Sin embargo, es a un público restringido, culto, compuesto por los propios artistas, amateurs y coleccionistas, al que están dirigidas las primeras exposiciones de la Academia[xxv]. Luego, ante el éxito inesperado, se tornan didácticos. En 1673, se habla del ambiente multitudinario, lo que obliga a prolongar su celebración desde el 25 de agosto al 3 de septiembre. Tras un largo intervalo, la exposición de 1699, promovida por el recién elegido Roger de Piles, “connaisseur de premier odre” y paladín de los Modernes, nace con mayores ambiciones: se traslada al Salon Carré del Louvre (del que la exposición tomará a partir de entonces el sinónimo de “salón”) e introduce el uso de la guía de mano (el livret), a la venta para los visitantes. A través de estas guías podemos hacernos una idea de la disposición de los cuadros, que hasta entonces sigue los hábitos de las colecciones privadas de la época[xxvi]. Y es esa disposición, a manera de indicación topográfica, la que predomina a expensas de la información relacionada con los propios cuadros, referentes a su autoría y género. Se supone, por tanto, un público poco adiestrado. Por supuesto, no hay ninguna consideración de valor.
Este es el mismo tono que encontramos en la prensa oficial. A finales del siglo XVII, el Mercure de France ya publicaba descripciones de cuadros del momento, estudios sobre grabado y otras noticias sobre los actos de la Academia[xxvii]. En 1699, dedica una nota de dos páginas a la exposición y observa de manera genérica que el público ha admirado las obras, acordando que “sólo Francia es capaz de producir tantas maravillas”; sin ningún juicio concreto. Sin crítica.

El cambio de sensibilidad en Francia
Sin embargo, en el largo interludio entre 1704 y 1737, periodo en el que prácticamente se interrumpen las exposiciones oficiales, se introducen importantes novedades, tanto en la reflexión de los teóricos sobre la cuestión del gusto como en los hábitos del público.
Los tratadistas de principios de siglo, como André, Crousaz y, sobre todo, Du Bos, ponen de manifiesto el cambio de concepción de principios del siglo XVIII, comenzando a dar cuenta del problema del relativismo del gusto frente a la norma atemporal. Yves-Marie André, en su Essai sur le Beau (1715), admite junto a la beauté essentielle una belleza arbitraire, dependiente del hombre. Ese mismo año, Crousaz, en el Traité de Beau, diversificaba aún más la belleza en virtud de los placeres deparados, en relación, algunas, a nuestro intelecto y otras, al corazón.
Pero es Jean Baptiste Du Bos, con sus Réflexions critiques sur la poésie et la peinture (1719)[xxviii], quien se acerca más a la nueva estética empirista inglesa (Addison, Shaftesbury ...) centrada en la experiencia subjetiva. Para Du Bos, el arte no habla a la razón, sino al sentiment. Reglas y técnicas quedan descalificadas, desvaneciendo al artista -y los demás especialistas- como jueces supremos de la obra, mientras se afirma ese sentimiento como cualidad común entre el público.
Durante los primeros decenios del siglo XVIII, las exposiciones ligadas a acontecimientos populares crecieron en importancia, “en parte como reacción consciente a la ausencia de un Salón”[xxix]. El arte se fue abriendo paso hacia la sociedad a través de festividades religiosas, mercadillos y otras ferias que acabaron por hacerse tradicionales[xxx]. En París, como en otras ciudades europeas, era ya tradicional exhibir objetos valiosos y pinturas, adornando la calle y los balcones al paso de la procesión del Corpus Christi. También en las ferias, como la de San Lorenzo, los cuadros se hallaban mezclados con todo tipo de objetos, como variopinta y compleja era su clientela. En la de San Germán abundaba la pintura flamenca, cuyos géneros menores atraían la atención de los burgueses, favoreciendo un gusto muy alejado de los principios académicos. En la Place Dauphine, muchas veces los cuadros eran proporcionados no por los artistas, sino por los coleccionistas. El Mercure habla de obras de, entre otros, Watteau, Charles Coypel y Chardin[xxxi], y periódicamente informa de las preferencias del público, por ejemplo: en 1725, las naturalezas muertas y escenas de caza de Oudry; en 1732, los trampantojos de Chardin.
Cuando en 1737, gracias al ministro de hacienda Philibert Orry, se instituye el Salón con carácter periódico[xxxii], se saluda como un triunfo popular. De hecho, es la primera exposición institucionalizada en Europa, de libre acceso, en un marco secular y con una finalidad específicamente estética. De repente, el público se ha convertido en el único censor y el verdadero protagonista, como se indica en el reportaje del Mercure: “No se hará observación alguna sobre las bellezas o los defectos que han hecho que se elogie o censure diversas piezas. No se está lo bastante seguro de las observaciones del público para entrar en estos detalles; temeríamos, por otra parte, perjudicar a la exacta imparcialidad de la que nos enorgullecemos; pero no se omitirá nada absolutamente notorio, histórico, instructivo”. Desde 1737, los livrets suponen un mayor refinamiento de los visitantes. El énfasis en la distribución de las obras disminuye a favor de una división entre pintura y escultura, junto a la enumeración de los artistas en función de su rango académico[xxxiii]. Al visitante se le presume no sólo facilidad para orientarse espacialmente sino, sobre todo, juicio soberano: “Como quiera que los votos del público ilustrado otorgan a cada obra su verdadero valor, y el conjunto de estas opiniones forman las reputaciones ¿Qué medio más justo podría encontrarse de poner al público en condiciones de decidir con justicia que la exposición de los resultados de las tareas de la Academia?”[xxxiv]. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, la escisión entre la “cultura jerárquica y la aceptación democrática”[xxxv] no dejará de crecer.
Muy pronto los académicos, tanto funcionarios del Estado como artistas, quedan defraudados ante el rechazo del supuesto “gran gusto” por una buena parte del público, que no es ni mucho menos lo homogéneo y acorde que se quisiera. Inmediatamente, surge otra prensa no oficial, formada por literatos y libelistas, que intenta hacerse portavoz del gusto burgués y popular. Los artistas y coleccionistas se ven enfrentados a nuevos “valores emergentes” y clientes. Los intentos por salvar estas diferencias parecen caer en vano. Con un Salón cada vez más frecuentado, la institución del primer jurado de selección en 1748 sólo consigue que al año siguiente los artistas se nieguen a participar. Todavía en 1750, la crème de la Academia –Boucher, Coypel, Natoire, Bouchardon-, conscientes de que no tienen nada que ganar y mucho que perder, al contrario de artistas cuya pertenencia a la institución aún no había sido aceptada, se niegan a presentar sus obras.

El debate académico y la calle
Pero los académicos no constituían ningún bloque. A mediados de siglo se inicia el primer gran debate de la historia de la crítica, cuyo tema es precisamente la crítica misma: es decir, la cuestión de quién es capaz de juzgar e imponer su juicio y con qué criterios. Lo que está en juego es un recambio de estilos artísticos (rococó, costumbrista, neoclásico); es más, la conquista del género histórico, considerado hasta entonces el más completo y elevado en la representación; a la larga, la independización de las artes plásticas de las poéticas dramáticas; en el fondo, el aviso de la destrucción icónica del Antiguo Régimen: la experiencia estética del arte como mediación de los nuevos ideales éticos y políticos.
La polémica prende a raíz de la publicación en 1747 de las Réflexions sur quelques causes de l’état présent de la peinture[xxxvi], una reseña razonada de las obras expuestas en el Salón de 1746, a cargo de La Font de Saint-Yenne, considerado hoy el primer crítico de arte. Lo que escandaliza de La Font es que retome, desde una perspectiva concreta y actual, el argumento universalista de Du Bos: la opinión pública “se engaña raramente cuando todas sus voces se concilian sobre el mérito o los defectos”. El arte, viene a decir, es cuestión y propiedad pública, como la bien difundida literatura, tras más de dos siglos de imprenta, o mejor, como el teatro, ágora de la sociedad desde Grecia: “un cuadro expuesto es un libro dado a la luz de la imprenta [...], una pieza representada en el teatro”, en donde, tal como era usual en la entonces tumultuosa experiencia de la Comedia Francesa, “cada cual tiene derecho a pronunciar su juicio”. Por otra parte, las opiniones de La Font -que él creía, como fue habitual en los periodistas de la época, representativa del público- eran bastante comedidas. Sostiene la superioridad de la pintura de historia sobre los demás géneros[xxxvii] y sólo condena los retratos aduladores y los temas frívolos de moda, lo que pudo herir a algunos artistas de prestigio, como Boucher[xxxviii], quien rechazará asistir al Salón.
En todo caso, desencadena una cadena de argumentos y contrargumentos, tanto en la prensa como en la Academia. El pintor Charles Coypel, recién nombrado primer pintor del rey y director de la Academia –al fin y al cabo, una institución corporativa heredera de la maìtresse, que había combatido para llegar a existir-, rechaza la situación en la que las Réflexions de La Font parece haber dejado al artista, cuya reputación y clientela penden de las opiniones arbitrarias del crítico. En respuesta al texto de La Font y para defender los derechos de sus colegas, Coypel lee ante la Academia el 5 de agosto de 1747 un diálogo[xxxix] entre dos personajes, Céligny y Dorsicour. Céligny sostiene que se han de tener en cuenta las “decisiones” de los amateurs autorizados, y Dorsicours responde: “¡Sus decisiones! Decid más bien sus sentimientos [sentiments]. Ellos proponen su opinión a la gente del oficio, y no se figuran que, no habiendo manejado el pincel, puedan saber de pintura más que los mejores pintores”. Pero la defensa de la técnica no basta. Abundando en la argumentación, se llega a la conclusión de que para conocer el valor de una obra basta con compararla con la naturaleza, por lo que incluso el público profano sería competente para juzgar. Sin embargo, replica Dorsicours, “es triste abrumar a gente honrada que no han trabajado sino con la esperanza de agradarnos y a quienes la mala acogida ya ha mortificado bastante”. Desde esta posición, a la crítica le queda un estrecho margen de maniobra: “Si elogio sin distinción todas las obras expuestas a la mirada del público, deshonro al entendido [connaisseur], y si, para sostener la reputación del entendido, desprecio, con mi discurso o con mi silencio, cierto número de cuadros, sufrirá el hombre cortés”. En definitiva, lo que irrita a Coypel es la publicación de las críticas, que “pasan a provincias y a las cortes extranjeras donde difunden los prejuicios de que el escritor mismo está lleno”. Es decir, el espectador profano de las exposiciones es aceptado como juez a condición de que no imprima sus sentencias. El arte debía seguir siendo coto cerrado de la Academia.
La resistencia a aceptar al “público” más allá de una minoría cultivada queda patente en los escritos de los miembros de la Academia a lo largo de la década de los cincuenta. Aun cuando sus posiciones fueron diversas, o incluso rivales, formaban un bloque ante la fé democrática de La Font: “Solamente en la boca de esos hombre firmes y justos que componen el Público, que no tienen lazo alguno con los artistas ... podemos encontrar el lenguaje de la verdad”. En su conferencia Sur l’amateur, el conde de Caylus[xl], eminencia gris de Coypel, exige del que puede enjuiciar la obra de arte no sólo gusto y observación de la verdad, sino también conocimiento de las técnicas propias de cada arte. Es preciso que el futuro amateur dibuje “del natural, por imperfecto que pueda ser su estudio” y que un mentor sabio, que sólo se podrá encontrar entre los pintores, le enseñe “los medios que el arte emplea para expresar la naturaleza” y “sobre todo conduzca su sentimiento a la admiración así como al deslumbramiento que causen sus bellezas”. Entonces, tal vez se encontrará “en condiciones de hablar de la pintura con una precisión [justesse] y un sentimiento fundados sobre el conocimiento de la naturaleza y de sus perfecciones comparadas con las elegantes medidas que los griegos nos han dejado en sus bellas estatuas”.
También Charles-Nicolas Cochin defiende en el prefacio de su viaje a Italia a los artistas como “los verdaderos jueces”[xli]. La idea la amplía en una disertación pronunciada ante la Academia en 1758 sobre los conocimientos que es necesario adquirir para juzgar sólidamente sobre las artes del diseño[xlii]. Sin mencionar a Caylus, su postura es todavía más rígida. Descartado el gusto como capacidad soberana, sólo el hombre del oficio puede dar una opinión autorizada. No basta comparar la obra con el natural. Para juzgar es preciso saber dibujo (anatomía), composición, color, ...; ni siquiera la expresión de las pasiones es asunto del que todos sepan. Finalmente, para Cochin, incluso los meros profanos que juzgan por el sentimiento son preferibles a los presuntos entendidos. Un año después, y según confiesa en sus Memorias[xliii] al dictado del propio Cochin, Marmontel publica en el Mercure una reseña del Salón donde niega explícitamente el símil pintura/literatura de La Font: “Tengo por principio que un cuadro, una estatua no pertenecen al público como un libro; el escritor que los desprecie en una crítica imprudente será comparable al artista del perjuicio causado”.
Pero no todos tomaron partido en contra de La Font. El abate Le Blanc es buena muestra de las posiciones radicales que la primera crítica de La Font despertó entre los modernos. Le Blanc ataca el culto de lo antiguo y proclama que como el arte es imitación de la naturaleza, todo homme d’esprit puede juzgar los méritos de un cuadro, concluyendo el derecho absoluto de la crítica al elogio o la censura[xliv].
Pero fue la censura oficial lo que se intentó imponer a los críticos no oficiales. A pesar de los impedimentos, la crítica anónima siguió creciendo. Junto al Mercure y el Année littéraire, que divulgan las opiniones de los académicos, surgen dos nuevas gacetas, la Feuille nécessaire y el Observateur littéraire, que levantan la indignación en los círculos oficiales, e innumerables folletos ocasionales con un tono siempre partidista, apasionado, satírico, a veces ofensivo e injurioso. Se decantaron por “lo más fácil”, tal como había previsto Cochin ante la propuesta de Laugier de publicar una revista de arte y arquitectura: “Este tipo de publicación puede degenerar antes de nada en críticas, burlas y juicios infundados. Cualquier escritor se persuadirá fácilmente a sí mismo de que el negativismo divierte al público y que así podrá vender cuanto escriba. El egoísmo impone su ley, y todo se reducirá a una serie periódica de insultos que ofenderá a nuestros artistas, cerrará los estudios y arruinará las exposiciones públicas, que son por cierto más útiles a las artes que los argumentos de esos hombres de letras que apenas saben nada”[xlv]. Entonces, el Salón se convierte en campo de batalla. Artistas y coleccionistas, amateurs, académicos, parlementaires e ilustrados, críticos oficiales y clandestinos, todos quieren imponer su gusto invocando los valores de la “nación francesa”. Arte y política se entrelazan y el discurso del mundo del arte queda alterado definitivamente.
Ante la indiferencia que el público muestra hacia gran parte de la pintura expuesta, comienza a hablarse insistentemente del estado de decadencia del arte francés y de la necesidad de una reconstitución que lo salvaguarde. Todos miran hacia el gran género, la pintura de historia, que se encontraba en franco declive[xlvi], pero sin determinar un programa coherente. Habrá que esperar a la época prerrevolucionaria para que el gran público se identifique con el simbolismo democrático de David. Sin embargo, la vuelta a un orden ideal, y consecuentemente moral, decide que el acuerdo se vaya cerrando en torno a la demonificación del estilo galante, aunque “el programa anti-rococó en sí mismo era, en su rechazo de lo sensual, lo abundante y lo mundano una negación tanto de impulsos y complacencias populares como lo era de los gustos privados de los ricos y la corte”[xlvii]. A partir de ahora y durante la Modernidad, el ascetismo y la seriedad de la pintura serán argumentos a tomar en cuenta en sus sucesivas reconstituciones.


3. DIDEROT

El más célebre crítico de la década de los sesenta, Denis Diderot (1713-1784), tambien rechazará el capricho del artificio, pero admira la gracia y lo pintoresco, nociones deudoras de la estética rococó, a las que añade lo sensual, lo tangible, lo sentimental, el gusto que va a identificarse con la clase media.
Pero la crítica de arte de Diderot tiene un lugar excepcional en la época, ya que no estaba destinada a ser difundida en París. Por encargo de Friedrich Melchior Grimm[xlviii], director de La Correspondance littéraire[xlix], Diderot cubre los Salones desde 1759 para una lista de suscriptores compuesta por unas cuantas casas reales de fuera de Francia[l]. Un público selecto y exigente, pero desvinculado de las facciones parisinas. De modo que su crítica es más libre, a veces incluso indiscreta, pero no necesariamente panfletaria.
Por otra parte, dado que se dirige a un público que tal vez no vería nunca las obras que refiere, Diderot despliega un largo repertorio de recursos retóricos para hacerlas ostensibles[li] y animar al lector a proseguir la lectura. Según Diderot, un cuadro se lee según las reglas de la retórica: ¿Quién actúa? ¿Por qué causas? ¿Con qué intención? ¿Con qué sentimientos? ¿En qué momento del día? ¿Por qué medios?[lii]. Las descripciones muy detalladas[liii] se tiñen de lirismo unas veces, otras, de ironía; en ocasiones no son tan veraces, sino fruto de su propia fantasía[liv]. A menudo se sirve de “correspondencias” literarias, como enumeraciones caóticas para las composiciones desordenadas, o la elipsis para escenas eróticas. En otras, la descripción es sustituida por una narración[lv]. También incluye supuestos diálogos[lvi], comentarios entre amateurs y artistas. Incluso llega a introducir de manera imaginaria al espectador en el interior del espacio pictórico[lvii]. En general, la crítica de Diderot, cuya preocupación por la representación dramática quedó plasmada en La paradoja del comediante[lviii], pretende animar el recuerdo de los cuadros como si se tratara de auténticas escenas teatrales[lix]. En esta predilección por la contemplación voyeurista[lx] de la imagen como instante congelado de una acción representada, Diderot resultó ser un crítico bien compaginado con su tiempo[lxi]. Aunque supera a todos en imaginación: más de una vez propone a los artistas composiciones alternativas[lxii].
Sin embargo, si descolla entre sus contemporáneos es por su formación excepcional[lxiii]. Además de los conocimientos sobre arte y teoría más o menos habituales en un salonnier de la época[lxiv], Diderot, como destacado ilustrado, entiende en profundidad la tradición de la estética dieciochesca francesa: Crousaz, André, Du Bos, Batteux[lxv]; y, sobre todo, el giro crucial del pensamiento británico[lxvi]. Al igual que Montesquieu, Voltaire y Rousseau, Diderot fue influido decisivamente por el Essay Concerning the Human Understanding (1690)[lxvii] de John Locke, el primer manifiesto del empirismo que, refutando la doctrina cartesiana, afirmaba la experiencia como origen de todo conocimiento y cuyo éxito se vio respaldado por el del método experimental o inductivo de Newton. El nacimiento de la Ilustración es inseparable de esta mentalidad que lo cuestiona todo[lxviii] y para la que la sensibilidad y la razón, lejos de entrar en conflicto, forman una nueva base desde la que ejercer la libertad. Diderot es, entre los Ilustrados, el pensador de la sensibilité, y no puede extrañarnos el que su primera obra significativa sea la Carta sobre los ciegos (1749), un tratado sobre la percepción en línea lockeana, tras su versión anotada[lxix] de la Inquiry concerning Merit and Virtue de Shaftesbury, sin duda y pese a su título, uno de los tratados más importantes para el giro hacia la autonomía de la estética en la Modernidad, en tanto presenta al sujeto (hombre virtuoso), y sus sentimientos e impresiones, como el auténtico protagonista de la experiencia estética, desplazando así al objeto y con él, la belleza objetiva. De modo que la experiencia desinteresada de lo bello se convierte en origen de superación moral para el sujeto, y a la vez en dimensión soberana, en tanto que sólo el sujeto la puede juzgar en función exclusivamente de su sensibilidad.
Pero la Ilustración es también divulgación, y el proyecto de la Enciclopedia[lxx], llevará a Diderot a adquirir una conciencia sobre la importancia de los conocimientos técnicos que, aplicados al arte, le convierten en un testigo excepcional de su época. Además de los innumerables artículos de la obra magna, ya en 1755 publica anónimamente La historia y secreto de la pintura en cera[lxxi]. Luego, cuando se dedica a la crítica, acude a los talleres y consulta a sus artistas preferidos: Greuze, Vernet, La Tour, Vien, Michel van Loo, Falconet. Aunque será Chardin su principal interlocutor. A lo largo de los Salones, reiteradamente, insiste en la exigencia de la instrucción en el métier para juzgar las obras y en la ineludibilidad del aspecto práctico y experiencial del crítico: “¿Queréis progresar con seguridad en el conocimiento tan difícil de la técnica del arte? Pasearos en una galería con un artista y haced que os explique y os enseñe en el lienzo el ejemplo de los términos técnicos; sin eso, no tendréis jamás sino nociones confusas de contornos fluidos, bellos colores locales, tintas vírgenes, toques seguros, pincel libre, fácil, atrevido, pastoso; ejecutados con cariño, de estos descuidos o negligencias felices. Hay que ver y volver a ver la calidad al lado del defecto; una ojeada suple cien páginas de discurso”[lxxii].
No obstante, según la tradición de la recepción crítica de Diderot, todo enjuiciamiento suyo del arte está dividido entre la técnica y la idea, entendida ésta como el componente moral: “El juicio de lo moral pertenece a todos los hombres de gusto; el de lo técnico no pertenece sino a los artistas’”[lxxiii]. Lo que le ha valido la censura, al menos desde el final del XIX, de haber construído su crítica sobre un criterio extraartístico[lxxiv].
El blanco de su crítica moralizante es principalmente François Boucher (1703-1770), auténtica bestia negra para Diderot y frente al que no presenta piedad alguna[lxxv]. La pintura de Boucher es puro libertinaje y la pericia técnica no puede salvar tal “degradación del gusto”[lxxvi]. Desde luego, las líneas que dedica al pintor rococó en los sucesivos Salones nos brindan muchas de las páginas más entretenidas de toda la historia de la crítica. Por otra parte, esta oposición frontal constituye una de las pocas constantes en su trayectoria. A la inversa, ningún artista, por admiración y respeto que le merezcan, quedará a salvo de los comentarios sinceros y de su ocasional desaprobación.
Diderot escribe nueve salones[lxxvii], con casi tres mil obras expuestas, en veintidós años, entre 1759 y 1781. Suelen distinguirse tres etapas: en la primera (1759-1761-1763), aún se halla poco familiarizado con el arte moderno y las técnicas artistas, por lo que resultan poco innovadores; en cambio, los tres salones de restantes de la década de los sesenta son considerados los mejores, junto con los Ensayos sobre la pintura[lxxviii]; finalmente, en los últimos (1771-1775- 1781), Diderot parece haber perdido interés por las obras, a pesar del despuntar de la renovación neoclasicista abanderada por David. Su legado teórico, los Pensamientos sueltos sobre la pintura, la escultura y la poesía, queda inacabado[lxxix].
Desde una óptica actual, puede resultar curioso que Diderot, que mantuvo amplias reservas con los criterios de la Academia, en su comentario de los Salones normalmente siga el livret que, para entonces, reproducía el orden jerárquico académico: oficiales, profesores, adjuntos, consejeros, académicos, agregados; independientemente de sus preferencias, rechazando a veces a los altos cargos (el ya mencionado Boucher, Hallé o Lagrenée) y elogiando a recién llegados (Greuze, Fragonard, David)[lxxx].
Diderot discrepa en el método académico de enseñanza basado en la copia de los modelos antiguos, aconsejando a los jóvenes que vayan a inspirarse a las fiestas populares[lxxxi]. Desprecia las reglas frente al talento[lxxxii]. Y antepone al disegno y la composición el color, el elemento que definirá la pintura en la Modernidad.
En realidad, el débat sur le coloris había acaparado la discusión teórica de la Academia desde cien años atrás. Ya en 1673 Roger de Piles, en su Dialogue sur le coloris, había fundamentado muchos de los principios básicos que volverá a retomar Diderot: el color como differentia specifica de la pintura, la indivisibilidad de luz y color[lxxxiii] (que demostraba tanto la experiencia como la pintura veneciana) y la decisiva contribución del color a convertir la contemplación de la imagen representada en una experiencia ilusionista exitosa, creando un efecto psicológico de conjunto[lxxxiv]. Además, Diderot añadirá su accesibilidad (“Sólo los grandes maestros del arte son buenos jueces del dibujo, pero todo el mundo puede juzgar el color”[lxxxv]), lo que en esta Francia prerrevolucionaria adquiere un renovado sentido democrático, frente a la vieja resonancia elitista y discriminatoria que daba la superioridad a la inteligible línea; y hará del color la columna vertebral de su concepción emocional de la experiencia estética (“Nada, en un cuadro atrae como el verdadero color, capaz de emocionar tanto al ignorante como al sabio”[lxxxvi]). Una temperatura emocional que no sólo distingue a los hombres sensibles entre los aficionados, sino sobre todo a los genios de los artistas mediocres, que Diderot califica como pasionales o fríos[lxxxvii], anticipando el perfil del artista romántico que tan bien será acogido por los alemanes a final del siglo.
Pero quizá su oposición a la Academia más permanente se muestra en el debate sobre la jerarquía de los géneros pictóricos, que juzga anacrónica[lxxxviii]. Diderot destaca sistemáticamente a pintores que se dedican a géneros entonces considerados menores, muy en sintonía con el gusto del público burgués. Desbaratando la convicción de que al gran artista le corresponde el género más elevado, el de historia, dice “cada pintor tiene su género propio”[lxxxix]; es decir, la excelencia del arte puede hallarse en cualquier pintura, independientemente al género al que pertenezca. Además, dice Diderot, “observo que la pintura de género tiene casi todas las dificultades de la pintura histórica, que exige la misma inspiración, imaginación, incluso poesía, igual dominio del dibujo, de la perspectiva, del color, de las sombras, de la luz, de los caracteres, de las pasiones, de las expresiones, de los ropajes, de la composición; una imitación más estricta de la naturaleza, detalles más cuidados; y que, como nos muestra cosas más conocidas y más familiares, tiene más y mejores jueces”[xc].
Los tres artistas preferidos de su generación, y en orden ascendente, son Vernet, Greuze[xci] y Chardin. Los tres aparecen como “grandes” de la pintura francesa, capaces de rivalizar con el arte internacional: respectivamente, con el italiano Claudio de Lorena, con el inglés Hogarth y con la tradición de la pintura doméstica holandesa[xcii], resarciendo las inseguridades del ilustrado[xciii]. Y, por supuesto, colman las exigencias de verdad en la imitación de la naturaleza, moralidad e ilusionismo, a través de recursos muy alejados del pintor académico, caracterizado por un suma y sigue de incorrecciones, cuyas causas enumera así: “Porque éste jamás se ha preocupado por la imitación rigurosa de la naturaleza; porque está acostumbrado a exagerar, debilitar, corregir a su modelo; porque tiene la cabeza llena de reglas que le someten y le dirigen su pincel, sin que se dé cuenta; porque siempre ha alterado las formas según estas reglas de gusto y sigue alterándolas; porque funde, con los rasgos que tiene ante los ojos y que en vano se esfuerza por copiar rigurosamente, rasgos tomados de los antiguos que ha estudiado, de los cuadros que ha visto y admirado y de los que él ha hecho; porque es culto; porque es libre y no puede rebajarse a la condición del esclavo y del ignorante; porque tiene su estilo, su manía, su color, a los que vuelve sin cesar”[xciv]. A ellas cabría añadir el interés crematístico, incompatible según Diderot con la persecución de la belleza que lleva a cabo el gran artista[xcv]. Aunque esto no le impida, como buen crítico materialista que es, aconsejar a sus lectores sobre los precios y el interés en la inversión en las obras de sus artistas preferidos[xcvi]. Los cuales encarnan, por otra parte, sus ideales artísticos.
En los paisajes de Claude-Joseph Vernet (1714-1789), Diderot encuentra la “autenticidad” de la naturaleza. A Diderot le asombra que Vernet reproduzca el modelo que previamente ha memorizado y que, una vez en su estudio, solo tiene presente “en su imaginación”. Por ello le llama “mago” y “Creador”. Incluso se declara incapaz de describir sus composiciones[xcvii]. ¿Cómo poder dar una idea global a través del análisis? Para Diderot la naturaleza es un puro organismo, en el que se multiplica el dinamismo incansable entre las partes y el todo, las funciones y sus necesidades[xcviii]. Ese mismo organicismo es el que Diderot pide a la pintura y por el que rechaza en ella la obviedad de una composición arquitectónica[xcix]. La naturaleza bella es una entelequia idealista para Diderot. Lo que le sobrecoge es la variedad sensible de los fenómenos, la vitalidad de la naturaleza siempre cambiante, inacabada y, en ese sentido, imperfecta. A esta noción, en su crítica artística, la denomina rusticidad: “Hay un matiz de rusticidad que conviene particularmente a las obras de imitación, de cualquier género que sean, porque la naturaleza lo conserva en sus obras”[c].
También en la obra de Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) se conserva la rusticidad necesaria para dar la sensación de realidad y, aún más, de verdad (en su doble sentido, también moral) que Diderot exige al arte. Con su técnica brusca e inacabada, reúne las mismas condiciones de su admirado Richardson: “el fondo del drama es verdadero; sus personajes poseen toda la realidad posible; sus caracteres son tomados de la sociedad”[ci]; por su costumbrismo, es el Hogarth francés: “Lleva su talento a todas partes, al barullo popular, a las iglesias, a los mercados, a los paseos, a las casas, a las calles”[cii]. Por su ejemplaridad moral, casi emula a los antiguos[ciii]. Para Diderot, Greuze es el portavoz de la renovación ética burguesa[civ]. Aunque en realidad, como ha señalado Michel Levey, “Greuze no era un pintor moralista sino sensacionalista, pues su objetivo era perturbar al espectador”[cv]. ¿Escapó este matiz a Diderot? ¿O más bien era justamente esa vibración del sentimiento lo que le agradaba?
Uno de los dictum más conocidos de Diderot es este imperativo al artista: “Impresióname, sorpréndeme, destrózame, hazme vibrar, llorar, temblar, indignarme, en un primer momento; recrearás mis ojos después, si puedes”[cvi]. La efectividad de la pintura radica entonces en su carácter expresivo, al que le conviene lo pintoresco[cvii], quizá el impacto más común e inmediato sobre la sensibilidad corriente. El insensible es incapaz de acceder a una experiencia estética; por el contrario “la sensibilidad, cuando es extrema, no distingue; todo la conmueve indistintamente”[cviii]. El arte es el despertar de la sensibilidad a un arco cada vez más amplio, diverso y distinto de emociones. Por eso, seguramente a Diderot “lo que le interesa en la moralización [de Greuze] no es tanto su resultado –la bondad- como el proceso de catarsis, de descarga emocional a través de la cual tiene lugar”[cix]. Pero, en todo caso, la admiración hacia Greuze no fue inquebrantable. Cuando en el Salón de 1769 presentó una pintura histórica, Diderot lo rechazó[cx].
Otra prueba de que Diderot no fue condicionado por el criterio moral en su crítica artistica es su juicio de la obra de Jean-Baptiste-Siméon Chardin (1699-1779), que ingresó en 1728 en la Academia como “pintor de animales y frutas”. Aunque el gusto por Chardin suponía una elección ideológica por el librepensamiento holandés, con el trasfondo de moralidad burguesa que ello implica[cxi], y también Chardin dice pintar “con el sentimiento”[cxii], sin embargo con él descubre los placeres exclusivos de la pintura: “es un gran colorista”[cxiii], un imitador de la naturaleza tan riguroso que cumple a rajatabla el legado de Apeles y el desafío de Zeuxis[cxiv], su trompe l’oeil resulta perfectamente engañoso y, por tanto, verídico: “ ... siempre la naturaleza y la verdad. Seguro que usted cogería las botellas por el tapón si tuviera sed; los melocotones y las uvas abren el apetito y apetece alargar la mano hacia ellos”[cxv]. Con todo, Diderot le reconoce una cualidad eminentemente moderna, la permanencia del estilo sobre el cambio: “Cuando se ha visto uno de sus cuadros, ya no es posible equivocarse; se le reconoce siempre”[cxvi]. Lo más admirable es que sus imágenes, de perfecto ilusionismo, se han construido con “un estilo áspero y muy duro”[cxvii]. Además, nos embelesa a pesar de que su pintura se base en la apreciación de “una naturaleza ruín, vulgar y doméstica”[cxviii].
Ciertamente, Chardin, “uno de los grandes pintores narrativos del siglo XVIII”, es capaz de hacer “una historia del contenido de una cesta de la compra”. Lo que ocurre es que, al representarla, como ha señalado Baxandall, no narra la sustancia, “sino la historia de la experiencia perceptiva ligeramente enmascarada como un momento o dos de sensación”[cxix]. Y esto es lo que precisamente llamó la atención de Diderot, quien, a pesar de no relacionar explícitamente al pintor con la filosofía de Locke[cxx] que conocía tan bien y los desarrollos que de ella hicieron Pieter Camper, La Hire y Portfield –lo que le reprocha Baxandall-, sí que reconoció el interés específicamente pictórico y perceptivo del maestro. Diderot observa los contrastes entre nitidez, distancia, magnitud, color, tonos e intensidad lumínica[cxxi] y sus efectos en la percepción visual[cxxii]. Admira la composición, que guía a cualquier contemplador hacia los numerosos focos de atención sin “ningún mariposeo”[cxxiii]. Sabe con seguridad de su elaborada complejidad[cxxiv] y de que “el hechizo” que padece el espectador se debe únicamente al conocimiento experimentado del “oficio”, de la mera técnica de la pintura[cxxv]. Puede decirse, sin lugar a dudas, que es la pintura de Chardin la que le enseña a disfrutar de una experiencia estética exclusivamente visual[cxxvi]. Y, sin embargo, el asombro es tal ante sus obras que corta las alas del crítico: Diderot reiteradamente habla del “secreto” de la pintura de Chardin y del propio Chardin como genio “secreto”[cxxvii].
Diderot es verdaderamente el primer crítico de arte porque enaltece, a través de su admiración por Chardin, el silencio de la pintura[cxxviii]. Nunca antes, a pesar de la dignificación de las artes plásticas del Renacimiento, “la poesía muda”[cxxix] había resultado tan elocuente. Chardin hace visible lo que antes había pasado desapercibido, que es justamente esa dotación de alma que la percepción estética aporta a los objetos[cxxx], poniendo en claro tanto el potencial del lenguaje plástico como lo indecible de la pintura[cxxxi].
Además, con Chardin aprende otros placeres. En sus reseñas, siempre elogia la capacidad verbal y teórica del pintor[cxxxii]. Chardin le ofrece tanto la ocasión para demorarse en la contemplación visual como para alargar esa experiencia hablando de arte: una actitud decididamente moderna. Para Diderot, como después para Kant, el arte es eso que “da mucho que pensar”: la pintura de Chardin enriquece el discurso de la reflexión filosófica[cxxxiii].
A medida que avanza la década de los sesenta, la figura de Chardin se va agrandando para Diderot. Le reconoce como el gran pintor de la época, incluso por encima de sus admirados Greuze y Vernet[cxxxiv]. Al declive del pintor, a causa de su progresiva pérdida de visión a comienzos de los setenta, sigue el declive del crítico[cxxxv]. Por lo que la propia trayectoria de Diderot muestra el perfil concreto y plegado a la coyuntura contemporánea de la crítica de arte[cxxxvi]. Ya en 1763, había descubierto otras dificultades de la crítica, como la indispensable afinidad entre el crítico y el artista: “Para describir un Salón como a usted y a mí nos agradaría, sabe, amigo mío, qué haría falta? Todas las clases de gusto, un corazón sensible a todos los encantos, un alma susceptible de una infinidad de entusiasmos diferentes, una variedad de estilo que respondiese a la variedad de los pinceles; poder ser grande o voluptuoso con Deshays, simple y verdadero con Chardin, delicado con Vien, patetico con Greuze, producir todas las ilusiones posibles con Vernet ..”[cxxxvii]. En suma, un ideal de ilimitado mimetismo de sensibilidades, inalcanzable. Y sin embargo, irrenunciable. Al final de la década de los setenta, a la vuelta de su viaje por Holanda, Alemania y Rusia, en lo que puede considerarse su testamento teórico sobre la crítica, Diderot reflexiona sobre la libertad subjetiva del gusto, su carácter intuitivo e inmediato y, a pesar de ello, también de su densidad, producto de una cadena de experiencias interminable: “El sentimiento de lo bello es el resultado de una larga serie de observaciones; y estas observaciones ¿cuándo han sido hechas? En todo momento, a cada instante. Son estas observaciones las que eximen del análisis. El gusto se ha pronunciado mucho antes de conocer el motivo de su juicio; lo busco a veces sin encontrarlo y sin embargo perdura”[cxxxviii]. Utopía del travestismo espiritual, libertad incondicionada, y resistencia real, fidelidad y compromiso del gusto como una suma de elecciones sobre aquello que va más allá del gusto: nuestras opiniones morales, sociales, políticas. Si para el ilustrado Diderot el arte francés de los géneros menores (es decir, asimilable a la pintura pintoresca, costumbrista y doméstica inglesa y holandesa), era el más adecuado para dignificar a la burguesía, no fue éste el modelo que se fue fraguando en la Francia prerrevolucionaria. Diderot, como todo crítico, quedaba sobrepasado por el curso de la historia. Y la vibrante actualidad de sus perspicaces opiniones convertidas, también, en mero sedimento histórico.



4. LA CRÍTICA Y LA REVOLUCIÓN

A partir de los años setenta, hay un cambio estilístico[cxxxix]. Se trata de un movimiento internacional, en forma de un “debilitamiento de las corrientes empíricas en beneficio del culto a la antigüedad”[cxl]. Se produce casi simultáneamente en Inglaterra y en Francia[cxli] y volverá a situar a Roma como el epicentro del neoclasicismo, ya en los años ochenta. En el caso del arte francés, el principal benefactor será la Academia de los jovenes artistas en Roma a cargo de Vien. Entre ellos, el “tenor sentimental” con que respaldará Jacques-Louis David (1748-1825) a sus telas neoclásicas de “inspiración republicana” sólo será presentido por los nuevos críticos. Incluso Diderot, a pesar de su simpatía ideológica, censurará sus primeras telas en el Salón, por demasiado “rígidas”[cxlii] y acartonadas.
Pero es que, de hecho, Diderot quedará al margen de la convulsión que durante esta época se produce en el terreno de la crítica que, en las últimas décadas, se hace radical y abiertamente panfletaria. Sus autores, anónimos, son portavoces de la “asamblea en bruto” en la que deviene el Salón, desbordado en estos años por la asistencia tanto de espectadores y críticos como de artistas participantes[cxliii]; sobre todo, por la función ideológica que soporta, el ser uno de los focos germinadores de la Revolución. La alianza entre arte y política, tantas veces reeditada en la Modernidad, se pone en marcha.
Al principio, los nuevos críticos cierran filas unánimamente en la censura del arte contemporáneo: el arte francés ha entrado en una crisis profunda. Atacan directamente las enseñanzas de la Academia e incluso la existencia misma de la institución. En 1773, el autor de las Mémoires secrets[cxliv], apunta la represión de la crítica como uno de los motivos de la enfermedad. En 1779, el comediógrafo, ingeniero y paisajista Louis de Carmontelle en su anónimo Coupe de patte[cxlv], diagnostica la causa de la degeneración extendiendo su reprobación a los artistas en general, como un grupo elitista y desvinculado de los intereses de la sociedad. El viraje es crucial: el énfasis no recae ya tanto en la valoración concreta de cada artista sino en un cuestionamiento de la función de la crítica como intermediaria entre las aspiraciones, juzgadas contrarias, entre público y artistas. Tres años más tarde, el autor de Picnic[cxlvi]- donde se dice que el “éxito de las artes nos devolverá a las prácticas sociales y cívicas”-, en Sur la peinture[cxlvii] afirma que “el análisis de una obra genial entraña consideraciones de naturaleza política y moral”.
Y de repente parece darse un acuerdo entre los diversos estamentos. La nueva generación de artistas, con David a la cabeza, ofrecen por fin el tan deseado género histórico reclamado una y otra vez desde la Academia a lo largo del siglo. Una Academia que, además, ahora está amparada por un grupo cercano a enciclopedistas y fisiócratas, convencidos de que la salvación de la corona depende de la racionalización de su autoridad y la consecuente tolerancia[cxlviii]. Por su parte, los críticos de arte más politizados no pueden encontrar una expresión mejor para sus ideales democratizadores.
Sin embargo, como muestra la alianza que en último lugar mostraremos en este capítulo, la del crítico Antoine-Joseph Gorsas y el pintor Jacques-Louis David (1748-1825), lejos de pactarse un acuerdo, la situación se radicaliza. Y si es cierto que en gran medida ello se debe a la crispación social en aumento, también es preciso considerar que el Salón y su debate artístico actuaron como cajas de resonancia, registrando diversos momentos de inflexión en la evolución de los acontecimientos. En este marco, es razonable, por tanto, señalar a la interpretación –antes que a las obras- que hacen críticos, artistas y público como el eje de las fricciones.
Como ha indicado Thomas Crow, no quedan rastros de que antes de la llegada de los Horacios la Academia mostrara animadversión hacia David[cxlix]. Sobra recordar que el cuadro se muestra como el manifiesto del nuevo clasicismo y que, en principio, respondía a los requisitos más exigentes de las reglas académicas por su rigor compositivo y ajustado dibujo. Sin embargo, la desconfianza de los críticos conservadores creció simultáneamente al entusiasmo del público, que identificaba las intenciones políticas de David y disfrutaba del comentario encendido de Gorsas, el más amplio sobre la tela, subrayando que ésta se hallaba “más allá del lenguaje” de la pintura académica. Es interesante observar que Gorsas recurre a un criterio formalista, ya que el crítico pertenecía a un reducido pero influyente grupo de propagandistas radicales que ayudaron a aglutinar a los insurrectos: el nuevo público. Dos años después, en Le Mannequin[cl], Gorsas define abiertamente el nuevo estilo: la sencillez, el sentido directo, la honradez, la integridad y verdad de David.
Desde la mirada actual y a pesar de reconocerle como maestro, no es difícil estar de acuerdo con algunas de las críticas que entonces se hacen a su obra y que Gorsas pretende invertir: es evidente su sequedad, su rigidez, sus composiciones forzadas. El arte de David es “antisensual”[cli], de escasas concesiones al placer del ojo, e “hiperintelectual”. Su éxito es tanto el triunfo del desplazamiento del debate artístico del juicio sobre las obras a la crítica sobre su interpretación, como la demostración de la existencia de un público ya formado. Al tiempo, como prueba la propia trayectoria de David, se trata del glorioso canto del cisne de la pintura histórica, tan traída y llevada a lo largo del siglo como modelo y contramodelo y finalmente legitimada por última vez en su traspaso del poder al pueblo. La crítica del arte vanguardista durante la Modernidad será rupturista, severa y comprometida.




[i] A mediados de siglo, Rousseau en su Discurso sobre las artes y las ciencias y en el Contrato social habla de opinión pública. El término pasa del francés a otros idiomas con rapidez. En 1781 la “public opinion” aparece ya en el Oxford Dictionary. Según Habermas, la evolución de opinión a opinión pública, añade “la impronta de un raciocinio inserto en un público capaz de juicio”, (Historia y crítica de la Opinión Pública, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, pp. 124 y 125).
[ii] “En todas las figuras del siglo se manifiesta esta unión entre filosofía y crítica estético-literaria y en ninguna de ellas por casualidad, pues siempre encontramos en la base una unión profunda e íntimamente necesaria de los problemas”, E. Cassirer, Dialéctica de la Ilustración, FCE, México, 1983, 3ª reimp., p. 304.
[iii] J. Habermas, op. cit. p. 94.
[iv] En Inglaterra, el debate cultural que preparó el debate político entre las clases medias “se anticipó por la relación aristocracia y burguesía a través de los intereses mercantiles de la primera”, Terry Eagleton, La función de la crítica, Paidós, Barcelona, 1999, p. 13.
[v] El Parlamento suprimió la obligación de una licencia previa, equivalente a la supresión de censura. La situación de Inglaterra y Holanda contrasta con el resto de los países europeos, donde las publicaciones dependían de concesiones reales previas, creando un tipo de periodismo “oficialista”, como la Gazette de France editada desde 1631, que se vio contestado por las publicaciones clandestinas todavía durante el siglo XVIII.
[vi] The Tatler fue fundado por Steele en 1709. Dos años más tarde, Steele se une a Addison para publicar The Spectator, que aparecía diariamente un una hoja de dos columnas en ambas caras (vid. la introducción de Tonia Raquejo a la edición castellana de Joseph Addison, Los placeres de la imaginación y otros ensayos de The Spectator, Visor, Madrid, 1991). Muy pronto fue conocido en España, Portugal e Italia a través de su traducción francesa publicada en Amsterdam en 1714, con el título de Le Spectateur français ou le Socrate moderne. Su influencia en Europa fue extraordinaria: en línea con The Spectator, el abate Prevost funda en 1733 el Pour et Contre. Desde 1752 a 1754 se publica en Portugal O Anonimo y en Venecia aparecen la Gazetta Veneta y el Osservatore Veneto, a principios de 1760, contemporáneos de El Duende especulativo y El Pensador españoles. Para su recepción en el periodismo lustrado español, vid. Maria Dolores Saiz, Historia del periodismo en España. 1. Los orígenes. El siglo XVIII, Alianza Universidad, Madrid, 1983, 2ª ed. 1990.
[vii] Eagleton, op. cit., pp. 18-19: “En un cierto sentido, la esfera pública resuelve las contradicciones de la sociedad mercantil al invertir con osadía sus términos: si lo que resulta embarazoso para la teoría burguesa es el proceso mediante el cual una igualdad abstracta en el nivel de los derechos se transmuta en un sistema de derechos diferenciales reales, la esfera pública burguesa tomará esos derechos diferenciales como punto de partida y los convertirá, en el ámbito del discurso, en una igualdad abstracta. El mercado verdaderamente libre es el discurso cultural mismo, dentro, por supuesto, de ciertas regulaciones normativas; el papel del crítico es administrar esas normas, en un doble rechazo del absolutismo y la anarquía. Lo que se dice no obtiene su legitimidad ni de sí mismo como mensaje ni del título social del emisor, sino de su conformidad como enunciado con un cierto paradigma de razón inscrito en el propio habla”. En el mismo sentido, Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII (Gedisa, Barcelona, 1995, p. 25): “la igualdad cultural, si bien unifica las preferencias y las conductas, no atenúa en nada las diferencias jurídicas que separan a esos hombres tan semejantes”
[viii] Ibid., p. 28. Sólo a final del siglo XVIII despuntará una prensa explícitamente política, incluso de sesgo partisano, como la Edinburgh Review y la Quarterly Review, contexto donde nace después el “sabio” como “especialista”.
[ix] Ibid., p. 21.
[x] P.U. Hohendahl, The Institution of Criticism, Itaca, Londres, 1982, p. 52. “La verdad”, advierte Addison en The Spectator nº 291, “es que no hay nada más absurdo que, cuando un hombre quiere establecerse como crítico, carezca de un buen entendimiento en todas las ramas del saber ...”. ”Lo que hace tolerable la asunción tácita de la superioridad de la crítica, como lo que hace tolerable la acumulación del poder y de sus propiedades, es el hecho de que todos los hombres posean la capacidad de hacerla” (Eagleton, op. cit., p. 25).
[xi] Por dar una idea cuantitaliva, la circulación de los periódicos londinenses pasa de los siete millones anuales en 1753 a más de veinticuatro millones de ejemplares anuales en 1811. Pero, por supuesto, no es un público de masas al que va dirigida esta prensa durante el siglo XVIII. Ciertamente, hasta el siglo XX no se puede hablar de “prensa de masas”.
[xii] Los cafés no sólo eran foros donde “hizo furor una especie de lectura comunal”; eran también núcleos financieros y aseguradores, donde los especuladores hacían sus negocios, y se formaba la opinión pública del día (Eagleton, op. cit., p. 28). A principios del siglo XVIII ya hay en Londres entre 2000 y 3000 cafés. Vid. Alejandro Muñoz Alonso, “Génesis y aparición del concepto de opinión pública” en AAVV, Opinión pública y comunicación política, Eudema, Madrid, 1990, p. 35 y ss.. El papel que desempeñan los cafés corresponde en Francia a los salones, a los que precede, según Marois, los jardines, lugares de encuentro del “periodismo hablado” (André Maurois, Histoire de la France, Ed. Albin Michael, París, 1965, vol. I, p. 289). Una historia de los salones, del siglo XVII al XIX, en Verena von der Heyden-Rynsch, Los salones europeos. Las cimas de una cultura desaparecida, Península, Barcelona, 1998. Habermas destaca también que en Alemania no hay instituciones semejantes a los cafés ingleses o a los salones franceses, pero entiende que las Tischgessellschaffen y las “órdenes dialogantes” desempeñan funciones análogas, aun cuando de menor alcance.
[xiii] Joseph Addison, como un auténtico Sócrates moderno, apuntaba directamente a esta clase de difusión: “Se ha dicho de Sócrates”, escribe Addison, “que bajó la filosofía del cielo para que habitara entre los hombres; yo ambiciono que se diga que he sacado a la filosofía de las estanterías y las bibliotecas, de los colegios y facultades para que resida en las reuniones, clubs, mesas de té, y cafés” (The Spectator, num. 10, 12 marzo, 1711). Para un panorama más amplio, vid, Roger Chartier, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna, Alianza, Madrid, 1993.
[xiv] Arnold Hauser, Sociología del arte, 2. Arte y clases sociales, Labor/Omega, Barcelona, 1997, p. 372.
[xv] Francisco Calvo Serraller, “La crítica de arte”, en Los espectáculos del arte, Tusquets, Barcelona, 1993: “Los escritores expertos en cuestiones artísticas antes de este siglo, en su inmensa mayoría ellos mismos artistas, solían practicar fundamentalmente uno de estos tres géneros: el memorialista, que consistía en una recopilación de datos biográficos de artistas célebres, siguiendo el modelo de las vidas de Vasari; el tratado doctrinal, donde se compendiaban las normas ideales del clasicismo; y, por último, el tratado técnico, que consistía, a diferencia de los recetarios artesanales medievales, en el desarrollo práctico-teórico de algunas de las disciplinas científicas o retóricas, cuyo conocimiento se le exigía al artista humanista desde el Renacimiento, como ser experto en perspectiva, proporciones, fisionomía, anatomía, iconología, etc..”
[xvi] H. Bauer, Historiografía del Arte, Taurus, Madrid, 1980, p. 40.
[xvii] Ibid., p. 41.
[xviii] Hauser, op. cit., p. 371.
[xix] T. Requejo, introducción a Addison, Los placeres de la imaginación, op. cit., p. 70.
[xx] Guillermo Solana, “¿Por qué la crítica es tan aburrida”, Cuadernos Hispanoamericanos, num. 561, marzo 1997.
[xxi] Thomas E. Crow, Pintura y sociedad en el París del siglo XVIII, Nerea, Madrid, 1989, p. 13.
[xxii] H. Bauer, op. cit., p. 40.
[xxiii] Sobre el “grand goût” y las reglas de la Academia francesa, vid. Moshe Barasch, Teorías del arte, Alianza Forma, Madrid, 1991, p. 266 y ss.. Para una visión más amplia de las academias de arte, vid. Nikolaus Pevsner, Las Academias de Arte, Cátedra, Madrid, 1982.
[xxiv] Esta convicción ya había sido planteada por R. Fréart de Chambray en 1650, en su Parallèle de l’architecture antique et de la moderne: “El arte es cosa infinita que se va perfeccionando diariamente, acomodándose al humor de tiempos y naciones, que juzgan diversamente y definen lo bello cada cual a su modo; éste y otros parecidos argumentos, frívolos y vagos, producen sin embargo gran impresión sobre el espíritu de ciertos semi-cultos” (trad. de Juan Barja, W. Tatarkiewicz, Historia de la estética, Akal, Madrid, 1991, vol. 3, p. 532). El argumento es interesante porque volverá a esgrimirse una y otra vez, aunque con una paradójica inversión de sentido: si, como por parte de Fréart, en un principio se cree en la asunción natural de la norma, más tarde será, ya no las reglas clasicistas, sino la opinión de la mayoría, la que se querrá hacer prevalecer en el arte, respaldando una presunción democrática que impregnará el siglo XVIII prerrevolucionario.
[xxv] La primera exposición de la Academia se celebró en 1665, tras la que se instauró el intervalo bienal, que sería aplazado en numerosas ocasiones. De la exposición de 1667 ha quedado una primera descripción, a cargo de Jean Rou, primer secretario y cronista de la Academia, que refleja la representación de todos los géneros pictóricos: historia, retrato, paisaje, marina, flores y frutas. En 1671, la cantidad de obras presentadas obligaron a abandonar el Hôtel Brion para acomodarlas en el patio interior del Palais Royal.
El más antiguo precedente de la exposición académica es el Salone degli Innocenti, celebrado en Florencia en 1564, donde se expusieron y vendieron los cuadros pintados como exequias fúnebres en homenaje a Miguel Ángel.
[xxvi] De arriba abajo, por tamaño y jerarquía en los géneros, comenzando por los cuadros de historia, retratos, paisajes y bodegones.
[xxvii] En 1685, una descripción de los cuadros “hechos para el rey por los señores Le Brun y Mignard”; en 1686, bajo el título “Histoire des estampes”, artículos sobre grabadores contemporáneos; en 1690, la necrológica de Le Brun; en 1699, el prefacio al Traité de Peinture de Dupuy de Grez.
[xxviii] Editada como obra anónima en dos volúmenes (unas 1.200 páginas en conjunto), estas Reflexiones alcanzaron una gran repercusión, con 17 ediciones en el siglo XVIII.
[xxix] T. Crow, op. cit., p. 119.
[xxx] Otras exposiciones periódicas fueron las organizadas por la Academia de San Lucas, organización gremial de la que se había escindido la Academia Real de Pintura y Escultura, pero que siguió organizando muestras hasta 1774, cuando se impuso su disolución. Y las exposiciones en el Coliseo. Entre 1778 y 1787, se celebra el Salon de la Correspondance, organizado por Pahin de la Blancherie. Vid. Francisco Calvo Serraller, “El Salón”, en Historia de las ideas estéticas y de las teorías contemporáneas, Visor, Madrid, 1996.
[xxxi] Crow, op. cit., p. 119. La exposición de la Place Dauphine se llamó “Exposición de la Juventud” una vez que se regularizó el Salón de la Academia.
[xxxii] El Salón fue anual hasta 1751, y desde 1751 a 1795, bienal. Se abría en la festividad de San Luis, onomástica del rey, el 25 de agosto, y su duración osciló de tres a seis semanas.
[xxxiii] Este formato, a modo de catálogo, quedará fijado en 1741. La popularidad de estos libretos queda clara con los datos que han quedado de sus ventas: en 1759, 7.227; en 1765, 10.696; en 1779, 16.830, y en 1781, 17.550. Cifras que, como subraya F. Calvo Serraller (“El Salón”, op. cit., p. 169) supone “una cantidad que resiste la comparación proporcional con las muy espectaculares ventas actuales de catálogos, porque, de hacerse tal comparación de la forma adecuada, esa cifra de 1759 hoy debería multiplicarse por mil”.
[xxxiv] Explications des peintures ..., 1741.
[xxxv] Crow, op. cit., p. 32.
[xxxvi] Réflexions sur quelques causes de l’état présent de la peinture et de l’examen des ouvrages exposés au Louvre en 1746, La Haya, 1747. Recogido en Deloynes Collection, Cabinet des Estampes, Bibliotèque Nationale, París, núm. 22. La Font volverá a ejercer de crítico del salón de 1753: Sentiments sur quelques ouvrages de peinture, sculpture et gravure écrits à un particulier en province, 1754.
[xxxvii] “Le peintre historien est seul peintre de l’âme [...], les autres ne peignent que pour les yeux”. Sus fuentes preferidas son Homero y Virgilio, Tasso y Milton. Por el contrario, condena la degradación de la pintura en accesorio decorativo; es decir, asimilado al talante trivial, caprichoso y en suma decorativo del estilo rococó.
[xxxviii] En la plenitud de su carrera, se calcula que Boucher ganaba unas cincuenta mil libras anuales, frente a las tres o cuatro mil de un bugués acomodado.
[xxxix] Charles Coypel, “Dialogue de M. Coypel, premier peintre du Roi sur l’exposition des Tableux dans le Sallon du Louvre en 1747”, Mercure de France, noviembre de 1751.
[xl] Anne-Claude-Philippe de Tubiêres, conde de Caylus (París, 1692-1765), coleccionista, arqueólogo y escritor, durante sus viajes por el Mediterráneo recopiló una importante colección de objetos de arte que dejó en herencia al rey de Francis, descrita en siete volúmenes de la Recopilación de antigüedades egipcias, etruscas, romanas y galas (1752-67). Miembro honorario de la Academia y el más famoso amateur de la época, fue autor de un Discours sur la peinture et la sculpture, Nouveaux sujets de Peinture et Sculpture, Memoire sur la peinture à l’encaustique et sur la peinture à la cire, Vie d’Edmé Bouchardon, sculpteur du Roi y otras biografías de artistas de su tiempo. Caylus describe en el Mercure los Salones de 1750, 1751 y 1753.
[xli] Voyage d’Italie ou Recuil de notes sur les ouvrages de peinture et de sculpture qu’on voit dans les principales villes d’Italie, 3 vols., París, 1758.
[xlii] Charles-Nicolas Cochin, Réflexions sur la critique des ouvrages exposés au Sallon su Louvre”, extracto del Mercure de France, octubre 1757, en Deloynes, op. cit., núm. 86.
[xliii] Mémoires inédits de Charles-Nicolas Cochin sur le comte de Caylus, Bouchardon, les Slodtz, C. Henry ed., París, 1880.
[xliv] Lettre sur l’expositions des ouvrages de peinture, sculpture, etc., de l’anné 1747, et en général sur l’utilité de ces sortes d’expositions, a monsieur R.D.R. ... Le Blanc repite como crítico anónimo en 1753: Observations sur les ouvrages de MM. de l’Académie de peinture et de sculpture exposés au Sallon du Louvre en l’année 1753, et sur quelques écrits qui ont rapport à la peinture. A Monsieur le président de B**.
[xlv] El nuevo Directeur-general, el marqués de Marigny, negó a Laugier el permiso necesario.
[xlvi] “El Estado era el único apoyo para la pintura histórica de gran estilo, excesivamente grande de tamaño y demasiado juiciosa para los interiores aristocráticos íntimos entonces de moda. Pero pagaba tarde y mal”, Crow, op. cit., p. 24.
[xlvii] Ibid, p. 176. En el mismo sentido se decanta Boime: “la imagen de un ancien régime frívolo, con Boucher y Fragonard como portavoces, resulta demasiado simple de aceptar sin establecer algunas salvedades. La sexualidad de este periodo también está relacionada con el deseo de las mentes progresistas de buscar a la vez el placer inmediato y las verdades fundamentales. Como en La Nouvelle Héloïse de Rousseau (1761), la pasión sexual podía ser una fuente de energía heroica, de liberación de las presiones de una sociedad injusta y antinatural” (Alberto Boime, Historia social del arte moderno. 1. El arte en la época de la Revolución 1750-1800, Alianza, Madrid, 1994, p. 76). Una defensa más global de los valores denostados del rococó, entendido como raíz de la Modernidad, en el reciente estudio de Julio Seoane, La política moral del Rococó. Arte y cultura en los orígenes del mundo moderno, Visor, Madrid, 2000.
[xlviii] F.M. Grimm dirige la revista desde 1753 y escribe las reseñas de los Salones de 1753 y 1755. Por su parte, Diderot le incluye como interlocutor en De la poésie dramatique; como Clairville y Germeuil, en Père de famille; y en los Ensayos sobre la pintura. El primero de sus Salones, de 1759, está redactado simulando una epístola dirigida a Grimm.
[xlix] La revista era enviada cada quince días, manuscrita y sin pasar censura. En ella cabían artículos serios, anécdotas, enigmas y charadas.
[l] Príncipes alemanes, la duquesa de Sajonia, Carolina Landgrave de Hesse-Darmstad, la princesa Nassau-Sarrebrück, Heinrich y Ferdinand, hermanos de Friedrich II de Prusia, la reina de Suecia, el rey de Polonia, el gran duque de Toscana y la emperatriz de Rusia, Catalina II, quien durante años le pasó una pensión, a cambio, de la biblioteca de Diderot tras su muerte.
[li] Sobre la ostensibilidad de la descripción crítica, vid. el repaso histórico planteado por Michael Baxandall en Modelos de intención. Sobre la explicación histórica de los cuadros, Hermann Blume, Madrid, 1989, pp. 22-23. El problema de lo indecible de la pintura y lo irrepresentable de la poesía, ya había sido abordado por Diderot en la Lettre sur les sourds et muets (1751).
[lii] Jean Starobinski, Diderot dans l’espace des peintres, Réunion des musées nationaux, París, 1991, p. 16.
[liii] “En la descripción de un cuadro, indico primero el tema; paso al personaje principal, de allí a los personajes secundarios en el mismo grupo; a los grupos relacionados con el primero, dejándome guiar por su encadenamiento; a las expresiones, a los caracteres, a los pliegues de los ropajes, a los coloridos, a la distribución de las sombras y de las luces, a los accesorios, en fin a la impresión del conjunto. Si sigo otro orden, es que mi descripción está mal hecha o el cuadro mal ordenado”, Pensamientos sueltos sobre la pintura, ed. a cargo de Antoni Marí, trad. de Monique Planes, Tecnos “Metrópolis”, Madrid, 1988, p. 79.
[liv] El propio Diderot se excusa de sus imprecisiones en su reseña del Salón de 1767: escribe de memoria, sobre notas contradictorias, probando una vez más su franqueza.
[lv] Así en la crítica de Corésus et Callirhoé presentado por Fragonard en 1765, que le sirvió al pintor para ingresar en la Academia y despertó gran interés entre el público. Diderot relata un sueño que reproduce una imagen idéntica a la tela de Fragonard, “lo que quiere decir, por una sutil reciprocidad, que el cuadro de Fragonard parece un sueño habitado por una atmósfera onírica; no posee la fuerza de la evidencia que debería tener”, Starobinsky, “Le sacrifice en rêve”, en Diderot dans l’espace des peintres, op. cit., p. 75.
[lvi] Diderot era un gran conversador, según las Memoirs de Marmontel y las Rêveries du promeneur solitaire de Rousseau. Peter France se pregunta si su pensamiento era sobre todo dialógico (Diderot, Oxford Univ. Press, Oxford-Nueva York, 1983, p. 23). También José María Valverde señala que “toda la obra diderotiana tiende a ser básicamente un diálogo” (Breve historia y antología de la estética, Ariel, Barcelona, 1987, p. 126). Claude Lévi-Strauss, sin embargo, califica de “charlatanes” los Salones de Diderot (Mirar, escuchar, leer, Siruela, Madrid, 1994, p. 20).
[lvii] Salón de 1767.
[lviii] Publicada póstumamente en 1830. A ésta cabe añadir las Conversaciones sobre ‘El hijo natural’ y Discursos sobre poesía drámática que, subrayando la importancia de la dirección y la mímica, influyeron en el teatro posterior. Además, Diderot fue autor de los primeros ejemplos del drama burgués, con El hijo natural (1757) y El padre de familia (1758, representado en 1761). Escribió también cuatro novelas, todas publicadas póstumamente: Los dijes indiscretos (obra rococó, que Diderot rechazó posteriormente), La religiosa, El sobrino de Rameau y Jacques el fatalista y su amo.
[lix] Como ha puesto de manifiesto Michael Fried, en la década de 1750 la teatralidad se va imponiendo en la pintura francesa (Absorption and Theatrically. Painting and Beholder in the Age of Diderot, Univ. of Chicago Press, Chicago-Londres, 1988). Diderot exige “una aparente exclusión del espectador” que, según Norman Bryson “de hecho sirve para admitir al espectador en el mundo representado” (Tradition and desire. From David to Delacroix, Cambridge Univ. Press, Cambridge-Nueva York, 1987, p. 46).
[lx] “Lairesse pretende que le está permitido al artista que introduzca al espectador en la escena de su cuadro. No lo creo en absoluto y hay tan pocas excepciones que de buena gana haría una regla general del contrario”, Pensamientos sueltos, op. cit, p. 80.
[lxi] Como ha destacado Pierre Francastel, “uno de los temas esenciales de la correspondencia entre Diderot y su amigo Falconet es el de la posibilidad de transferencia a través de las generaciones de un juicio de valor sobre las obras. Para responder al escepticismo de Falconet, que sostiene que una obra de arte sólo es legible para sus contemporáneos, Diderot se ve obligado a abogar por una posible reintegración de las obras por parte de cada generación” (“La estética de las luces”, en AAVV, Arte, arquitectura y estética en el siglo XVIII, Akal, Madrid, 1987, p. 26); Diderot y Falconet, Le Pour et le Contre. Correspondance polémique sur le respect de la posterité, Y. Benot (ed.), París, 1958.
[lxii] Por ejemplo a Hubert Robert, con precoz romanticismo: “Usted tiene el estilo, pero le falta el ideal ¿No se da cuenta de que hay aquí demasiadas figuras, que habría que borrar las tres cuartas partes? Sólo hay que reservar las que aumentan la soledad y el silencio. Un solo hombre, vagando entre las tinieblas, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, me hubiera impresionado más”, Salón de 1767, en Diderot, Escritos sobre arte, op. cit., p. 89. También a su amigo el escultor Étienne-Maurice Falconet, sin rastro de modestia: “Meditando sobre este asunto, he imaginado otra composición que es la siiguiente (...) Me parece que mi pensamiento es más nuevo, más raro y más enérgico que el de Falconet”, Salón de 1763, p. 62.
[lxiii] J. Chouillet, La Formation des idées esthétiques de Diderot, 1743-1763, Armand Colin, París, 1973. Hijo de un pequeño burgués de provincias, adquirió la formación clásica con los jesuitas, a través de la retórica, la oratoria y el teatro.
[lxiv] En sus Salones alude a artistas del pasado cuya obra figura en las amplias colecciones reales expuestas parcialmente al público entre 1750 y 1779. Conoce las principales colecciones parisienses: de Watelet, de Live de Jully, del duque de Choiseul. Por otra parte, no viajó a Italia, accediendo al arte italiano a través de estampas. En 1773, invitado por Catalina II, recorre Europa, pudiendo ver las colecciones holandesas, alemanas y rusas. En cuanto a teoría del arte, tiene familiaridad con la tradición de tratadistas desde el XVI: Leonardo da Vinci, Lomazzo, Gérard de Lairesse, Dufresnoy, Fréart de Chambray, Félibien, Le Brun, Roger de Piles.
[lxv] En el artículo “Beau” de la Enciclopedia (vol. II, 1752) elogia el ensayo de André y le copia largos pasajes. A Batteux le combate en la Carta sobre los sordomudos (1751) y al mismo tiempo le plagia, a través de sus innumerables lecturas.
[lxvi] Shaftesbury, Hutchenson, Hume, Burke, Jonathan Richardson, Hogarth.
[lxvii] Fue traducido al francés en 1700, con numerosas reediciones. La preferencia de Diderot por la pintura de Chardin (y su propio estilo pictórico) han sido explicados en esta línea de “lockeanismo difuso” por Baxandall (Modelos de intención, op. cit., p. 97 y ss.), entre otros.
[lxviii] “De esta mentalidad que lo cuestionaba todo –favorecida por el movimiento deísta que creía en la accesibilidad racional de un monoteísmo simplista, rechazaba la revelación, despreciaba los rituales ceremoniosos y preconizaba la moralidad sobre la fe- surgió el ideal de la Ilustración”, Alberto Boime, Historia social del arte moderno. 1. El arte en la época de la Revolución 1750-1800, op. cit., p. 54.
[lxix] Essai sur le mérite et la vertu, 1745.
[lxx] La Enciclopedia pretendía resumir todo el saber de la época. Diderot logró reunir en ella a los pensadores franceses más destacados en la época: Rousseau, Voltaire, d’Alembert, Melchior von Grimm, junto a químicos, matemáticos, mecánicos. Otras obras filosóficas e históricas de Diderot son: Suplemento al viaje de Bouganville, el Sueño de D’Alembert y el Ensayo sobre los reinados de Claudio y de Nerón.
[lxxi] El tratado es paralelo al de Caylus (vid, n. 39), expone los descubrimientos del pintor Jean-Jacques Bachelier con el fin de recuperar la pintura a la encaústica de los antiguos.
[lxxii] Pensamientos sueltos sobre la pintura, op. cit., p. 92.
[lxxiii] Ibid, p. 66.
[lxxiv] Bauer, op. cit, p. 41, reconstruye en parte esta tradición, citando a A. Dresdner, Die Enstehung der Kunstkritik in Zusammenghang der Geschichte des europïschen Kunsleben (1915), quien a su vez recuerda a Ferdinand Brunetière, autor de los Études critiques (9 vols., 1880-1925). Sin embargo, como refuta Bauer, “el que este dualismo no fuera superado por él ni, en general, por la crítica actual, se basa en la naturaleza propia de la crítica de arte”. Para Isaiah Berlin, la postura de Diderot es paradigmática de la “raíz dogmática y beligerante de la Modernidad” (El fuste torcido de la Humanidad, Península, Barcelona, 1992, pp. 87-93).
[lxxv] Piedad que sí está dispuesto a conceder a otros pintores, por ejemplo, a Le Moyne sobre el que concluye una anécdota con el siguiente comentario: “Pero me callé por piedad; incluso me taché de dureza; pues ¿por qué enseñar al artista los defectos de su obra cuando ya no hay remedio? Es afligirlo muy inútilmente, máxime cuando ya no tiene edad para emendarse ...”, Pensamientos sueltos sobre la pintura, op. cit., p. 76.
[lxxvi] Salón de 1761. Más sobre Boucher: “Este hombre sólo coge el pincel para mostrarme pechos y piernas. Me gusta verlos, pero no quiero que se me enseñen”. En el Salón de 1765 escribió: “El gusto, la composición, la expresión y el diseño no pueden caer más bajo que con Boucher. Obtiene su ideal en los pantanos de la prostitución, está tan alejado de la verdad de la Naturaleza que en sus paisajes, ni esforzándose al máximo, se puede encontrar hierba; no tiene la más mínima idea de lo que significan palabras como gracia, delicadeza, sencillez o inocencia”. Y finalmente: “Amigo mío, ¿es que no hay policía en esta Academia? ¿Es que a falta de un comisario de cuadros, que impidiera la entrada a algo así, no debería estar permitido echarlo a patadas del Salón, por la escalera, el patio, hasta que el pastor, la pastora, la majada, el asno, los pájaros, la jaula, los árboles, el niño, toda la pastoral estuviera en la calle? ¡Ay, no! Tiene que quedarse allí; pero el buen gusto indignado tiene derecho a llevar a cabo su brutal pero justa ejecución”.
[lxxvii] La publicación de los Salones comienza en 1798, se reanuda en 1817 y sólo pudo completarse en 1857, gracias a la aportación de la biblioteca imperial de San Petersburgo. Actualmente, la edición de referencia es la establecida por Jean Seznec y J. Adhémar, Salons, Oxford, 1957-1967, junto a la antología de Paul Vernière de las Ouvres esthétiques de Diderot (Garnier, París, 1968), que incluye los artículos de la Enciclopedia (“Bello”, “Genio”) y otros textos públicados póstumamente. También resulta muy útil para visualizar las obras de los Salones de Diderot: AAVV, Diderot et l’Art de Boucher a David, Éditions de la Reunion des Musées Nationaux, París, 1984.
[lxxviii] Los Ensayos sobre la pintura se publicaron en la Correspondance littéraire como apéndice al Salón de 1765. En 1795 se editó en París, seguido de dos capítulos sobre arquitectura. Según recuerda A. Marí, en su prólogo a la antología titulada Pensamientos sueltos sobre la pintura, op. cit., pp. XXIV-XXV, Amaury Duval, en un artículo del 30 de enero de 1796 en la Décade philosophique, lo reseñaba así: “En este ensayo puede verse a Diderot tal como era: sin afectación, sin arreglarse, casi con gorro de dormir, y es así como gusta encontrar algunas veces a los grandes hombres. Aquellos que le oyeron conversar no tienen más que abrir este libro al azar; creerán oirle hablar. Aquellos que no le conocieron podrán comprobar cuál era aquella mezcla de sencillez, de elevación, de gracias picantes y nobles, esa extrema familiaridad de los giros y de las imágenes que caracterizaban al filósofo”. Un año después, en la edición alemana de Allgemeine Literarische Anzeiger, se presentaba con este comentario: “La mayoría de los que se dedican a artes plásticas son como peones, la mayor parte de los críticos son pedantes y la mayoría del público se compone de gente que exige pasatiempos y no llevan a su casa más que tedio ... Un hombre inteligente, espiritual, sensible, experimentado, en una palabra, un Diderot viene justo a punto para conducirlos por el buen camino. La profundidad de pensamiento y la potencia de la imaginación se potencian en él; llega a equivocarse, puesto que es un hombre, pero hay pocos hombres que se equivoquen de una forma tan rara, en ninguno los errores son tan ricos en lecciones”.
[lxxix] Probablemente, fueron redactados por Diderot hacia 1776-1777, tomando como modelo las Consideraciones sobre la pintura (1762) del pintor Christian Ludwig von Hagedorn, traducidas a francés en 1775. Los Pensamientos sueltos sobre la pintura, la escultura y la poesía para que sirvan de epílogo a los Salones se publicaron póstumamente en la edición de las obras de Diderot de 1798.
[lxxx] Los artistas más comentados en la crítica de Diderot son, por este orden, Chardin, Vernet, Louis Lagrenée, Greuze, Loutherbourg, Vien, Boucher; después, Falconet, Casanova, La Tour, Hubert Robert; sólo en contadas ocasiones: Michel Van Loo, Baudouin, Fragonard y David.
[lxxxi] “Cientos de veces he estado tentado de decir a los jóvenes alumnos que encontraba camino del Louvre, con la carpeta bajo el brazo: ‘Queridos amigos, ¿cuánto hace que dibujáis allí?’ . ‘Dos años’. ‘¡Muy bien! Es más de lo necesario. Abandonad este taller de manera. Id a los Cartujos y allí veréis la verdadera actitud de la piedad y la compunción. Hoy es víspera de fiesta: id a la parroquia, vagad en torno a los confesionarios, allí veréis la verdadera actitud del recogimiento y el arrepentimiento. Mañana, id a la taberna, y veréis el auténtico comportamiento del hombre furioso. Buscad en las escenas públicas; sed observadores en las calles, en los jardines, en los mercados, en las casas, y adquiriréis las ideas precisas del verdadero movimiento en los actos de la vida’”, Ensayos sobre la pintura, en Escritos sobre arte, ed. G. Solana, op. cit., p. 108.
[lxxxii] “Las reglas han hecho del arte una rutina; y no sé si han sido más perjudiciales que útiles. Entendámonos: han servido para el hombre corriente; han perjudicado al genio”, Pensamientos sueltos sobre la pintura, op cit., p. 60.
[lxxxiii] “No existe una ley para los colores, una ley para la luz, una ley para las sombras; para todo es la misma”, Ensayos sobre la pintura, ed. G. Solana, op. cit., p. 119.
[lxxxiv] “El dibujo es el que da forma a los seres; el color es el que les da la vida, el soplo divino que los anima”, ibíd, p. 110. Diderot, como otros teóricos del color, subraya la importancia de la carnación.
[lxxxv] Ensayos sobre la pintura, op. cit., p. 110.
[lxxxvi] Ibid., p. 111.
[lxxxvii] Ibid, p. 110: “Querido amigo, trasládese a un estudio; observe cómo trabaja el artista. Si le ve colocar simétricamente los colores que va a utilizar alrededor de la paleta, o si un cuarto de hora de trabajo no ha convertido en confusión aquel orden, puede usted declarar sin temor que el artista es frío, y que no hará nada que valga la pena” (...) “El que posee un sentimiento vivo del color tiene los ojos fijos en el lienzo, la boca entreabierta, jadea, su paleta es la imagen del caos (...) Se levanta, se aleja, echa una ojeada a su obra; se sienta; y usted verá nacer la piel, el paño,,,”. A lo que Goethe, que admiraba a Diderot y le consideraba el punto de partida de la nueva época, respondió: “Pero si esta acción debe realizarse de forma tan salvaje y tumultuosa, un prudente alemán lo considerará como algo de poca categoría” (“Diderots Versuch über die Malerei, übersetzt und mit Ammerkungen begleitet”, en Propyläen, I, 179).
[lxxxviii] “Como ve, amigo mío, es la querella de la prosa y la poesía, de la historia y del poema épico, de la tragedia heroica y la tragedia burguesa, de la tragedia burguesa y la comedia alegre”, Ensayos sobre la pintura, en Escritos sobre arte, op. cit., p. 141.
[lxxxix] Pensamientos sueltos sobre la pintura, op. cit, p. 103.
[xc] Ensayos sobre la pintura, op. cit, p. 141.
[xci] “Afirmo que el ‘Padre que lee a la familia’, el ‘Hijo ingrato’ y los ‘Esponsales’ de Greuze; que las marinas de Vernet, que me ofrecen toda clase de incidentes y escenas, son también para mí cuadros de historia, como lo son los ‘Siete Sacramentos’ de Poussin, la ‘Familia de Darío’ de Le Brun, o la ‘Susana’ de Van Loo”, Ensayos sobre la pintura, op. cit, p. 141.
[xcii] Vernet vs. Lorena, Salón de 1763, en Escritos sobre arte, op. cit., p. 98; Chardin vs. Hogarth, Salón de 1765, ibid, p. 56. Sobre la degradación que somete a la pintura holandesa, por ejemplo: “No basta con tener talento, tiene que ir unido al gusto. Reconozco el talento en casi todos los cuadros flamencos; en cuanto al gusto, lo busco en ellos inútilmente”, Pensamientos sueltos sobre la pintura, op. cit., p. 59.
[xciii] Diderot no sólo se siente deudor de la cultura inglesa, sino también de la holandesa, como el resto de los Ilustrados: “En general, los franceses progresistas miraban con admiración a Holanda por su supremacía comercial y porque asociaban su cultura con la libertad civil. Los disidentes políticos franceses adoptaron la costumbre –incluso hasta en el siglo XIX- de buscar refugio en Holanda”, Alberto Boime, Historia social del arte moderno. 1. El arte en la época de la Revolución 1750-1800, op. cit. p. 52.
[xciv] Salón de 1767, en Diderot, Escritos sobre arte, op. cit., p. 81
[xcv] Como le reprocha, por ejemplo, a Hubert Robert: : “Quiere ganar diez luises cada mañana; es fastuoso y su mujer elegante, hay que actuar con rapidez; pero descuida el talento y, aunque ha nacido para ser grande, se queda en la mediocridad”, Salón de 1771, ibid., p. 93. Y en términos generales: “A partir del momento en que el artista piensa en el dinero, pierde el sentimiento de lo bello”, Pensamientos sueltos, op. cit., p. 100.
[xcvi] Así, por ejemplo, sobre Chardin: “un día, sus cuadros serán muy solicitados”, Salón de 1759, en Escritos sobre arte, op. cit, p. 52. Cuatro años despúes: “¿Quién pagará los cuadros de Chardin cuando este hombre extraordinario ya no esté?”, Salón de 1763, ibid, p. 54.
[xcvii] Salón de 1765 y 1767, op. cit., pp. 98-99.
[xcviii] Quizá sea interesante recordar que en paralelo a los Salones escribe el Comentario sobre los Elementos de Fisiología de Hermsthuis.
[xcix] En lo que reprende, por ejemplo, a Philippe-Jacques de Louthenbourg (1740-1812) en el Salón de 1767: “Señor Louthenbourg, cuando se ha dicho que para agradar a la mirada era preciso que una composición tuviera forma de pirámide, no es mediante dos líneas rectas que vayan a concurrir en un punto (...), es mediante una línea serpeante que pasara sobre diferentes objetos (...), esta regla sufre tantas excepciones como escenas diferentes hay en la naturaleza”, en Diderot, Escritos sobre arte, op. cit., p. 85. Por contraste, Diderot aplaude la utilización que hace Greuze de la composición piramidal: “Su composición me ha parecido muy bella: es tal como debió ocurrir. Hay dos figuras: cada una está en su lugar y hace lo que debe ¡Qué bien se coordinan todas! ¡De qué modo van ondulando y cobrando forma piramidal! Me importan muy poco estas condiciones; sin embargo, cuando se encuentran en una obra de pintura al azar, sin que el pintor haya pensado en introducirlas, sin que les haya sacrificado nada, me gustan”, ibid, p. 70.
[c] Pensamientos sueltos, op. cit., p. 83.
[ci] La observación es de Lévi-Strauss, en “Leyendo a Diderot”, op. cit., p. 55.
[cii] Salon de 1765, op. cit, p. 74.
[ciii] M. Greenhalgh, La tradición clásica en el arte, Hermann Blume, Madrid, 1987, p. 222. Diderot, como Lessing, desconfiaba de la visión “fanática” y excesivamente apolínea de Winckelmann.
[civ] “Greuze siempre es honesto y la multitud se apiña en torno a sus cuadros”, Ensayos sobre la pintura, op. cit., p. 136.
[cv] Michel Levey, Pintura y escultura en Francia, 1700-1789, Cátedra, Madrid, 1994, p. 281.
[cvi] Ensayos sobre la pintura, op. cit., p. 134.
[cvii] “Toda composición expresiva puede ser al mismo tiempo pintoresca; y cuando posee toda la expresión de la que es susceptible, es lo suficientemente pintoresca”, ibíd., p. 137.
[cviii] Ibid, p. 149. Las resonancias sentimentales del pensamiento diderotiano todavía se encuentran después en la Crítica del juicio (1790) kantiana: “pues así como tachamos falto de gusto a aquel que en el juicio de un objeto de la naturaleza encontrado bello por nosotros se muestra indiferente, de igual modo decimos del que permanece inmóvil ante lo que nosotros juzgamos como sublime que no tiene sentimiento alguno”, trad. de Manuel García Morente, Espasa-Calpe “Austral”, Madrid, 1977, p. 168.
[cix] Guillermo Solana, en la introducción “Diderot y el cuerpo mutilado” a su edición de Diderot, Escritos sobre arte, op. cit., p. XXVI.
[cx] Pese a que lo había respaldado durante el proceso, como demuestra la carta de Diderot a Falconet en agosto de 1767: “Este Greuze ha logrado realmente un tour de force. Se ha lanzado súbitamente desde la pintura de género a la grande peinture y con éxito, si se me pide una opinión”. J. Seznec, “Diderot et l’affaire Greuze”, Gazette des Beaux-Arts, 6ª serie, LXVII, pp. 339-356.
[cxi] Vid. nota 89.
[cxii] Chardin tenía razón cuando dijo a uno de sus colegas, pintor rutinario: ‘Acaso pintamos con colores?’. ‘Entonces, ¿con qué?’. ‘¿Con qué? Con el sentimiento’”, Salón de 1769, op. cit., p. 60.
[cxiii] Salón de 1765, op. cit., p. 56.
[cxiv] La asociación la reconoce el propio Diderot en su comentario a las obras de Chardin en el Salón de 1763, op. cit. p. 54.
[cxv] Salon de 1759, op. cit., p. 52. Como recuerda C. Lévi-Strauss, Mirar, escuchar, leer, op. cit., p. 24, un siglo más tarde los Goncourt siguen directamente a Diderot en su admiración por la reproducción exacta de “la transparencia ambarina de las uvas blancas, la escarcha azucarada de la ciruela, la púrpura húmeda de las fresas”.
[cxvi] Salón de 1761, op. cit., p. 53.
[cxvii] Ibid.
[cxviii] Ibid.
[cxix] Chardin “representa un nuevo tipo de momentaneidad –no tanto la acción momentánea captada propia del Renacimiento o del Barroco, sino el instante de percepción de un estado u objeto captado en un momento (...) aunque nosotros sabemos que se precisó más de un minuto para pensarlo, y que ha sido bastante elaborado”, Michael Baxandall, “Cuadros e ideas: Dama tomando el té, de Chardin”, en Modelos de intención, op. cit., pp. 116-119.
[cxx] John Locke, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1689), estableció la distinción entre substancia, sensación y percepción. Diderot abordó la nueva concepción sobre la percepción en La carta sobre de los ciegos, de 1749.
[cxxi] “Él si conoce la armonía de los colores y los reflejos”, Salón de 1763, op. cit., p. 53; “¡De qué modo el aire circula en torno a los objetos!”, “Es la naturaleza misma, respecto al realismo de las formas y el color; los objetos se separan unos de otros, avanzan, retroceden, como si fueran reales; no hay nada más armonioso y ninguna confusión, a pesar de su número y el pequeño espacio”, Salón de 1765, pp. 54-55; “¡De qué modo están definidas las masas! No se sabe dónde está el hechizo, porque está en todas partes. Buscamos los oscuros y los claros, tiene que haberlos, pero no destacan en ningún lugar; los objetos se separan con sencillez”, Salón de 1769, p. 59. Y todavía más perspicaz cuando apunta: “Es él quien ve ondular la luz y los reflejos en la superficie de los cuerpos; es él quien los capta y quien expresa, con no sé qué, su inconcebible confusión”, ibid., p. 60.
[cxxii] “Acérquese, todo se enturbia, se achata y desaparece; aléjese, todo se vuelve a crear y se reproduce”, Salón de 1763, op. cit., p. 54.
[cxxiii] “Sea como fuere, sus composiciones atraen indistintamente al ignorante y al entendido. Hay una increíble fuerza del color, una armonía general, un efecto excitante y auténtico, bellas masas, una magia de estilo impresionante, una gran atracción en el conjunto y la disposición. Aléjese, acérquese, la misma ilusión, ninguna confusión, ninguna simetría tampoco, ningún mariposeo; la mirada siempre está recreada, porque hay calma y reposo. Uno se detiene ante un Chardin por instinto, como el viajero cansado del camino que va a sentarse, casi sin darse cuenta, en el lugar que le ofrece un asiento lleno de vegetación, silencio, agua, sombra y frescor”, Salón de 1767, op. cit., p. 58.
[cxxiv] “Chardin se copia, cosa que me hace pensar que sus obras le cuestan mucho”, Salón de 1769, p. 59. Lévi-Strauss, op. cit., p. 25: “El arte del trompe-l’oeil sabe que hay que desarrollar separadamente el conocimiento profundo del objeto y una introspección muy a fondo, para conseguir englobar en una síntesis el todo del objeto y el todo del sujeto, en vez de conformarse con el contacto superficial que entre ellos se establece de manera pasajera en el nivel de la percepción”, (...) “no representa, reconstruye”, “supone una reflexión”, “es selectivo ... escoge lo que le servirá”.
[cxxv] “Son capas espesas de color aplicadas unas sobre otras y cuyo efecto se trasluce de abajo a arriba. Otras veces, es como un vapor que se hubiera extendido por el lienzo; en otra parte, como si se hubiera derramado una ligera espuma”, Salón de 1763, op. cit., p. 54.
[cxxvi] “(..) fije profundamente en su imaginación el efecto que produce; relacione después con este modelo todo lo que vea y esté seguro de que habrá encontrado el secreto de estar excepcionalmente satisfecho”, Salón de 1769, op. cit., p. 58.
[cxxvii] “No se entiende nada en esta magia”, Salón de 1763, op. cit., p. 54. “Dicen de éste que tiene una técnica que le es propia, y que se sirve tanto de su pulgar como de su pincel: No sé qué hay de cierto. Lo que es seguro es que no he conocido a nadie que le haya visto trabajar”, Salón de 1767, p. 58. “Es, como dicen los teólogos del espíritu, sensible en todo y secreto en cada punto”, Salón de 1769, p. 59.
[cxxviii] “¡El silencio! A los valores tactiles y espaciales, añade un registro dimensión acústico, especialmente para Chardin. La pintura no se ve acreditada sólo por la tridimensionalidad literal, por el relieve y el volumen ilusorios, sino que se convierte en un espacio atravesable, atravesado: el aire circula, la voz y los sonidos. El silencio se hace audible”, J. Starobinsky, Diderot dans l’espace des peintres, op. cit., p. 28.
[cxxix] “Llega usted a tiempo, Chardin, para recrear mis ojos ¡Aquí está usted otra vez, gran mago, con sus composiciones mudas!”, Salón de 1765, op. cit., p. 54.
[cxxx] C. Lévi-Strauss, a propósito de Chardin-Diderot: “A su manera y en su terreno, el trompe-l’oeil opera la unión de lo sensible y lo inteligible”. “El trompe-l’oeil capta y muestra lo que no se veía, o mal. O de manera figurativa y que, en lo sucesivo y gracias a él, se verá siempre”, op. cit., pp. 25-26.
[cxxxi] La cuestión de lo indecible de la pintura y lo irrepresentable de la poesía, ya había sido abordado por Diderot en la Lettre sur les sourds et muets (1759).
[cxxxii] “Chardin es un hombre sensible, conoce la teoría de de su arte”, Salón de 1759, op. cit., p. 52; “Chardin es un hombre sensible y seguramente nadie habla mejor que él de la pintura”, Salón de 1761, p. 53; “También tiene usted que saber que este artista es muy recto y habla maravillosamente de su arte”, Salón de 1763, p. 54.
[cxxxiii] En el Salón de 1765, op. cit., p. 55, comentando la obra de Chardin de repente Diderot introduce un curioso excursus, invirtiendo sus auténticas intenciones: “Es necesario, amigo mío, que le comunique una idea que se me ha ocurrido y que quizá no se me ocurriría en otro momento; y es que la pintura a la que llaman de género debería ser la de los viejos o de los que han nacido viejos. No requiere sino estudio y paciencia. Ninguna inspiración, poco genio, apenas poesía, mucha técnica y autenticidad; y nada más. Ahora bien, usted sabe que la época en que nos dedicamos a lo que se llama, según la verdad, la búsqueda de la verdad, la filosofía, es precisamente aquella en que nuestras sienes empiezan a blanquear”.
[cxxxiv] “Me han dicho que cuando Greuze subió al Salón y vio el cuadro de Chardin (...), lo miró y pasó lanzando un profundo suspiro. Este elogio es más breve y vale más que el mío”, Salón de 1763, op. cit., p. 54. “Este hombre está por encima de Greuze, a una distancia como de la tierra al cielo (...) Carece de estilo; me equivoco, tiene el suyo. Pero, puesto que tiene un estilo propio, debería ser falso en algunas circunstancias y no lo es nunca. Intente, amigo mío, explicarse esto. (...) El género de pintura de Chardin es el más fácil, pero ningún pintor vivo, ni siquiera Vernet, es tan perfecto en el suyo”, Salón de 1765, op. cit., p. 57. “Chardin está entre la naturaleza y el arte; relega las demás imitaciones a tercera fila”, Salón de 1769, p. 59.
[cxxxv] Declive que tiene que ver con su progresivo desinterés por la tarea crítica como con su paulatino desajuste con el gusto y las tendencias que van despuntando en los años setenta y ochenta. Sin embargo, la recepción del crítico Diderot no fue sino extendiéndose en el resto de Europa, sobre todo a través de la elogiosa difusión que hicieron de él los románticos alemanes, quienes le reconocían como el origen de la estética del sentimiento. Vid. la introducción, con prolijos detalles, de Antoni Marí a los Pensamientos sueltos ..., op. cit, pp. XXIV-XXIX.
[cxxxvi] Sobre la relación entre críticos y artistas, vid. Rocío de la Villa, Guía del usuario de arte actual, Tecnos “Metrópolis”, Madrid, 1998, p. 52.
[cxxxvii] Introducción dirigida a Grimm del Salón de 1763, ed. Seznec-Adhémar, op. cit., p. 195.
[cxxxviii] Pensamientos sueltos ..., op. cit., p. 59.
[cxxxix] Registrado por Samuel Du Pont de Nemours. Sus comentarios van dirigidos a su protectora, Carolina Luisa de Baden, familiarizada con París, y cubren los Salones de los años setenta que no fueron comentados por Diderot. En ellos se encuentra la descalificación de los viejos académicos junto al surgimiento de una joven generación: Ménageot, Vincent, Berthélemy. Vid. T. Crow, op. cit, p. 251.
[cxl] Pierre Francastel, “La estética de las luces”, en AAVV, Arte, arquitectura y estética en el siglo XVIII, op. cit., p. 49.
[cxli] Ibid: “Al igual que en Francia, en Inglaterra es de señalar la evolución de este movimiento que deja a Hogarth, muerto en 1764, sin sucesor como pintor de costumbres, e impone como árbitro del gusto a Adam, campeón, junto a Füssli y Flaxman, del neoclasicismo más intransigente. Sólo paisajistas como John Wright, Copley, Cooper, así como Fragonard y Hubert Robert, anuncian el éxito triunfal de un género que será rey en el siglo XIX”.
[cxlii] Salón de 1781, op. cit., p. 60.
[cxliii] Louis-Sébastien Mercier, en “Le Sallon de Peinture” (Tableau de París, Amsterdam, IV, 1782-1788, pp. 203-206) describe el ambiente del Salón a finales del siglo XVIII como el gran acontecimiento de cultura popular, abierto a todas las clases sociales. En cuanto la crítica, el panfleto Respuesta a las Críticas del Salón (1781) da idea de su abundancia y tenor: “Ya van siete críticas, sin contar las que todavía amenazan publicarse sobre la exposición ¡Qué furor! ¡Qué insistencia desaforada! La plaza del mercado y los bulevares se han aliado para inspirar a la mayoría de los autores, que escriben con la delicadeza y el gusto propios de tales lugares”. En 1791, tras la Revolución, los artistas reclamaron a la Asamblea la celebración del Salón en régimen abierto: se expusieron 767 obras, cuyo abarrotamiento puso de manifiesto la inadecuación del Salón académico a los nuevos tiempos.
[cxliv] Atribuidas a Bachaumont.
[cxlv] Coupe de patte sur le sallon de 1779. Dialogue précédé et suivi de réflexions sur le peinture. Carmontelle fue crítico también de los salones de los ochenta con Le patte de velours pour servir de suite à la seconde édition du Coupe de patte, ouvrage concernant le sallon de peinture (1781), “Aux Antipodes”. Le Triunvirat des Arts ou Dialogue entre un peintre, un musicien et un poète sur les tableaux exposés au Louvre –Année 1783- pour servir de continuation au “Coup de Patte” et à la “Patte de velours” , Le Frondeur ou Dialogues sur le Sallon par l’auteur du Coup-de patte et du Triumvirat (1785) y las Vérités agréables ou Salon vu en beau par l’auteur de Coup de patte (1789).
[cxlvi] Picnic aconsejable a los que recuentan el Salón, preparado para un ciego, 1781: este diálogo entre un borracho y un crítico de visita en el Salón provocó su condena en el Journal de París.
[cxlvii] El autor parece ser un joven pintor, con una concepción de la vocación artística inspirada en el Contrato social de Rousseau.
[cxlviii] Vid. Crow, op. cit., p. 245.
[cxlix] El juramento de los Horacios, 1784. Crow, op. cit, p. 301.
[cl] Le Mannequin, dédié à Mm. Du Carveau, París, 1787. Gorsas publicó también Promenades de Critès au Sallon de l’année 1785, Londres, 1787 y Le plume de Coq de Micille ou aventures de Critès au Sallon pour servir de suite aux Promenades de 1785, 2 vols, París, 1787.
[cli] Avis important d’une femme sur le Salon de 1785 para Madame E.A.R. T.L.A. D.C.S. Dédié aux femmes, 1785, en Deloynes, op. cit, núm. 344, pp. 29-30.