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Sublime noche. John Martin

John Martin, 1789-1854. La oscuridad visible. Estampas y dibujos de la Colección Campbell, Calcografía Nacional/ Centro Cultural Conde Duque, Madrid
Publicado en Cultura/s, 14 de junio de 2006

Durero, Rembrandt, Goya y … Martin. Después de contemplar cerca de 200 obras entre grabados, acuarelas y dibujos, no cabe la menor duda de que a John Martin (1789-1854) hemos de situarlo en la cima del olimpo del arte del grabado. Y como es verdaderamente increíble que ésta sea la primera muestra dedicada al artista en nuestro país, sólo cabe aducir como explicaciones verosímiles de tal omisión el descuidado conocimiento de la tradición artística inglesa en España; y la dificultad que conlleva una buena reproducción de su característica manera negra o mezotinta: una técnica de grabado en la que se parte del negro total, para entreverar claroscuros, destacando las formas por medio de toques de iluminación y, al contrario, subrayando mediante el aguafuerte o la punta seca trazos precisos de un negro más profundo sobre su calidad aterciopelada. La maestría de Martin en esta técnica, así como su identificación con una concepción del sublime nocturno, espectacular y apocalíptico, hizo que se acuñara el término martinesque, para etiquetar a sus numerosos imitadores.
Ya que el pintor John Martin llegó al grabado cuando gozaba de gran éxito: sus exposiciones se habían convertido en auténticos acontecimientos sociales, con miles de asistentes y cognoscenti internacionales. Y si al principio fue el interés lucrativo lo que le llevó a plantearse la divulgación de sus cuadros, desde 1825 y durante treinta años la mezotinta se convertiría en el centro de su creación, incluso dándose el caso de que alguna de sus célebres imágenes fue primero concebida como grabado y, tras el éxito, realizada al óleo. Además, el hecho de que Martin, a diferencia de los artistas de su época, grabara personalmente sus composiciones sobre la lámina de metal sin ayuda de dibujos preparatorios, despertó tal admiración y expectación que estos papeles fueron considerados como auténticas obras de arte y se organizaron pases nocturnos para disfrutar plenamente de la “oscuridad visible” de sus maneras negras en medio de la noche.
Inspirándose en los relatos épicos de la Biblia, Martin despliega con imaginación portentosa grandiosos escenarios naturales y arquitectónicos, donde los seres humanos aparecen como criaturas diminutas, abundando en el destino de su tragedia abismal. En las caídas de Nínive y Babilonia, fantaseadas como inmensas urbes, el exotismo oriental define la derrota del mal. Pero aún más sobrecogedores son los túneles infinitos entre los que se mueve Satán, perfectas inversiones de las “glorias” barrocas y antecedentes visuales de la ciencia ficción más actual. Pues el visionario Martin reúne el romanticismo maldito y el hálito del progreso ilustrado: gastó gran parte de su fortuna empeñado en proyectar un sistema de abastecimiento y depuración de aguas en Londres y, polémico, insistió en recrear el mundo prehistórico según descubrimientos geológicos, precediendo a Darwin.

El París de fin de siglo. Steinlen

Steinlen. París 1900, Fundación Mapfre, Madrid
Comisaria: Mª Dolores Jiménez Blanco
Publicado en Cultura/s, 31 de mayo de 2006

Tras la exposición dedicada a Steinlen en el Museu Picasso hace seis años, donde se demostró la centralidad y amplísima influencia del artista como difusor del París de fin de siglo, rodeándolo de obras clave de sus protagonistas, llega ahora esta muestra monográfica, con cerca de 120 obras, entre óleos, dibujos, grabados, esculturas, libros, revistas y carteles.
En 1881, cuando el joven suizo Théophile-Alexandre Steinlen (1859-1923) llega a París, se producen dos acontecimientos que marcarán la vida social y su propia trayectoria. Una reforma legislativa que levantará la censura en prensa, con la consiguiente proliferación de revistas críticas y satíricas, junto a la fundación del célebre cabaré Le Chat Noir en Montmartre señalan el inicio del envidiado París bohemio y el despegue de Steinlen: hasta su conversión en el puente idóneo entre el realismo de Daumier y Manet y el simbolismo expresionista, de Picasso a Munch. Steinlen toma de Daumier el motivo de la lavandera -último eslabón de la marginación proletaria-, así como hereda de Manet la figura del vagabundo solitario: con cuya lucidez se identificará buena parte de artistas e intelectuales, bajo el influjo de Nietzsche, frente a la masa de "hombres diminutos" de la sociedad moderna. Sin embargo, la popularización de esa visión grave y severa de los desposeídos seguramente no habría tenido éxito sin la otra cara de la moneda de la época: la difusión de la vida alegre (gaya ciencia) del cabaré, con su sátira desprejuiciada y su exaltación de actitudes contraburguesas, fermento entre bambalinas de irracionalismos libertarios.
Cartelista rival de Toulouse-Lautrec, Steinlen se apropia de la imagen del gato negro de Willette -y ya antes presente en Baudelaire y Poe-, acuñándolo como un símbolo del canto a la libertad sensual en Montmartre, pero que llegará a adaptar a anuncios publicitarios en un estilo nouveau francamente convencional. Otros temas de los que se apropia y difunde son la escena de la mujer aseándose (creada por Degas y frecuentada también por Lautrec), salvándola eso sí del voyeurismo patente en aquéllos; y la imagen monolítica de la pareja fundida en el beso, cuyo precedente inmediato reconocemos en Rodin, pero cuya estela alcanza a Picasso y Munch.
Por tanto, Steinlen es un genio de época, aun cuando carezca de la otra mitad del dictum baudelaireiano: la vocación de eternidad. Es pintor de la vida moderna, y a través de su dedicación constante como ilustrador es capaz de aislar motivos de gran impacto social y formular iconos luego reutilizados en mil versiones por los grandes artistas. Su colaboración en publicaciones de todo tipo garantizan su enorme visibilidad, llegando a públicos diversos, gracias a la fiabilidad de las nuevas técnicas de reproducción gráfica, baratas y accesibles. Steinlen colabora tanto en revistas culturales burguesas, como Gil Blas Illustré, que llegaba con regularidad a España, y en las revistas de los cabarets Le Chat Noir y Le Mirliton, para cuyo patrón, Aristide Bruant, ilustra el libro de canciones Dans la rue, dando rienda suelta a un repertorio costumbrista que se regodea en lo popular: con escenas de modistillas y caricaturescas aglomeraciones suburbanas.
Pero también fue el creador de la portada de la novela Paris de su amigo Émile Zola, engagé en el affaire Dreyfus y colaborador asiduo de Le Chambard Socialiste y la revista anarquista Le Feuille de Zo d'Axa. Es, además, en la actitud combativa donde alcanza su auténtica creatividad, construyendo imágenes inéditas, como la hilera de campesinos avanzando en la litografía Primer mai (1894), recogida después en Novecento de Bertolucci, y la agitación revolucionaria de las multitudes en el lienzo Manifestation populaire (1905). También importantísima, es su visión de los desastres de la primera guerra mundial, que Steinlen columbró adentrándose en las trincheras y dando protagonismo a las mujeres que aguardaban los cadáveres. Quizá, precisamente su profunda sensibilidad hacia la miseria social de la mujer, en una época en la que confluyeron con especial virulencia la misoginia burguesa y la más cruda explotación de las proletarias, sea una veta bien distintiva de este artista y la que, actualmente, conecte mejor con el público. Pues, a pesar de que Steinlen no llegó a alinearse con la decisiva revolución formalista tras el cambio de siglo, su penetración psicológica en mujeres concretas, como la Joven obrera en la calle en un anochecer de tormenta (1895), con su flor roja signo de sífilis, mantiene viva la promesa de los cambios irreversibles que intuyeron los Goncourt cuando aseguraron que la venganza del trabajador eran sus hijas.

George Braque desconocido

George Braque, IVAM, Valencia
Publicado en El Cultural, 23 de marzo de 2007

Imprevisible, novedosa y audaz. A menudo las retrospectivas acuñan la versión legítima de los maestros en la narrativa oficial de nuestra historia del arte; otras veces, irrumpen y reclaman interpretaciones inéditas. La obra de George Braque (1882-1963), descubridor del cubismo, todavía es poco conocida en nuestro país. Sus pinturas, incluidas de manera tópica y fragmentaria en exposiciones colectivas, encontraron una lectura unitaria en la primera retrospectiva del Thyssen madrileño, hace sólo cuatro años. Si contemplamos entonces al Braque canónico, en una sucesión coherente y cerrada, ahora el amplio recorrido ofrecido por Martine Soria nos introduce en la complejidad de su trayectoria, con avances y repliegues, hallazgos y empeños sin concluir. Abrir el abanico de su producción, con medio centenar de óleos y de grabados, una quincena de esculturas, dibujos, cerámicas y elegantes tapices, hasta un total de ciento cincuenta obras ha sido decisivo para la ampliación de la mirada: sólo once piezas habían sido exhibidas anteriormente en España. Y da cuenta de la importancia del empeño, además, con un muy numeroso elenco de prestadores, entre grandes instituciones (Pompidou, MOMA, etc.) y coleccionistas privados.
El resultado es un guión en el que la comprensión de su obra no queda condensada en la épica del heredero de la tradición pictórica francesa Chardin-Corot-Cézanne-Braque, como maestro de la revolución cubista decisiva para el arte de la primera mitad del siglo XX y el más sobrio y constante referente en su diáspora y disolución internacional. Además de subrayar sus ensayos juveniles en otras tentativas, que explican excursiones ulteriores inesperadas, la muestra proporciona, sobre todo, un Braque en diálogo intenso con los maestros de su generación: por supuesto, el más emulado, su amigo Picasso, pero también Matisse, Max Beckman (apodado el “picasso del norte”), Derain y una extensísima pléyade. Un Braque atento a la compleja rivalidad en la comprensión del sentido y lugar del arte y oficio de la creación plástica entre un grupo de pintores que retornó desde el ímpetu primitivista del vanguardismo histórico al origen mitológico y clasicista, para probar después las posibilidades del biomorfismo y, en algunos casos, la capacidad del artista para crear iconos visuales destinados ya a un público masivo, como fruto último del repliegue del lenguaje de la pintura sobre sí misma.
Interesante es el inicio del recorrido, con el “Retrato de Clémence Harmand” (1903-1904), que evoca con sus arabescos terrosos el pos-simbolismo de Gauguin, junto a telas afines a su conocida asimilación fauve y cézanniana, inmediatamente precedente a la colaboración con Picasso desde 1908 a 1913. E imprescindible, a la luz de esta muestra, los aguafuertes de estos años, desde el “Estudio de desnudo” (1907-1908), para comprender el febril socavamiento de la perspectiva como convención representativa del espacio desde el Renacimiento y de su distribución de volúmenes, luces y cromatismo retiniano, que llevaron a cabo en aquella confianza mutua y fé sin reservas, “como una cordada en la montaña”. Cinco años de invención trepidante, del cubismo “analítico” al “sintético”, o compuesto con materiales y elementos ajenos a la pintura, y en el que ahora, gracias al texto de Brigitte Leal, se reivindica y demuestra la invención del papier collé –habitual y tópicamente atribuida a Picasso-, para el propio Braque, a la sazón responsable de la inclusión de superficies simuladas, letras de imprenta y texturas matéricas, mezclando arena, yeso o serrín en los pigmentos: procedimiento táctil recurrente, que identifica gran parte de su producción y que engrosará sus últimos paisajes, en un esfuerzo final por engarzar su trabajo con el imperio entonces de tendencias expresionistas y abstractas.
Pero al igual que encontramos al Braque dibujante, pese a la “leyenda negra” fomentada por sí mismo - “Tengo la mano pesada y que no traza fácilmente un contorno. Cada vez que empiezo un dibujo, se transforma en pintura”-, hallamos también al pintor líquido, de óleos diluidos en aguadas y pinceladas lábiles que emulan flores en gamas rosas y violetas o amarillos solares, intensos, tan discordantes con las paletas ocres del principio. Tan distantes también de su pintura seca y nocturna, de fondo negro y plano como una pizarra sobre el que se aplastan las reducciones cromáticas a grises y blancos, en manchas y esgrafiados de bodegones y desnudos, combinados en la década de los treinta, en evidente persecución de los retratos en perfil de las mujeres-modelos en el taller de Picasso.
Incisiones, esgrafiados, silueteados y celdillas, como si fueran preparaciones de futuros esmaltados, caracterizan la escultura de Braque desde la pequeña estatuilla “Femme” de 1920, que recuerda a cierto Julio González. Pero es a partir de esos años treinta, residiendo en Varengeville-sur-mer, cuando la escultura, de inspiración griega, mediterránea, jovial y marítima, cobra protagonismo, guiando su peculiar periplo de “retorno al orden”. Una vuelta hipotecada, no obstante, por el sometimiento que Braque infringe al bulto redondo, desdoblado en dos caras de bajorrelieves, a semejanza de su previo y magistral reduccionismo de la pintura al plano bidimensional, y por su estilización con grafías tomadas del surrealismo internacional (Picasso, of course, Miró, Ernst…). Familiarizado desde entonces con las superficies duras y entregado a la ilustración de libros en la casa Maeght mediante variadas técnicas de grabado, al final, como Picasso o Matisse, con palomas y recortables, también él intentó con iconografías de carros, pájaros y rostros de mujeres aladas donar el “sello” Braque a la Modernidad.

El torbellino y el vacío. ¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra

¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra, Museo Thyssen-Bornemisza/ Fundación Caja Madrid, Madrid
Comisario: Javier Arnaldo
Publicado en El Cultural, 16 de octubre de 2008

Con más de 200 obras producidas entre 1913 y 1918 por 68 artistas procedentes de todos los rincones de Occidente, esta nueva colaboración entre el Museo Thyssen y Caja Madrid presenta una gran revisión del arte durante la Primera Guerra Mundial. Hito histórico cuya importancia, aunque posteriormente quedara diluida por el horror ante el Holocausto de la Segunda Gran Guerra, determinaría las coordenadas de la geopolítica europea durante el siglo XX. Y también la relación entre las vanguardias artísticas y las grandes confrontaciones bélicas, como acontecimientos políticos decisivos, en los que ya nunca volverían a involucrarse directamente. Ya que en la Guerra del 14 todos los artistas vanguardistas –salvo excepción- sirvieron patrióticamente, ya fuera en la retaguardia o en los frentes, combatiendo contra sus correligionarios y ahora enemigos. En el fondo, con una causa común: el completo aniquilamiento del Antiguo Régimen. Los artistas de “vanguardia” –que, como se sabe, es un término militar-, todavía herederos de los idearios de las luchas de clase durante la segunda mitad del XIX, pero cada vez más alejados de la sociedad gracias a las revoluciones formales en el seno mismo del arte, primero anticiparon de manera casi profética el final de un periodo histórico que juzgaron en total decadencia para abrazar inmediatamente después la destrucción, como única vía para construir una nueva sociedad. El paso desde el entusiasmo hasta la quiebra, pero también nueva resistencia, de tantos ideales modernos: formales, poéticos y utópico-políticos es lo que cuenta esta ambiciosísima exposición.
El empeño, que sin duda se ha saldado con brillantez, es notorio. Ya que se trata de la primera gran retrospectiva a cargo de una relevante institución europea, que puede garantizar tanto préstamos impensables: aquí están todas las piezas, y más, que un buen aficionado podría esperar. Así como las sutiles matizaciones sobre el discurso principal, a las que los equipos de conservación e investigación del Thyssen han acostumbrado ya a los entendidos; y que dan lugar a la exhibición de obras de artistas relegados por la historiografía tradicional como, por ejemplo, las impactantes telas del estadounidense Marsden Hartley, los bronces expresionistas de Rudolf E. Belling, los dibujos de Charles Dufresne, André Dunoyer de Segonzac y André Fraye, los cuadernos de guerra de André Maré y las tintas de los británicos Wyndham Lewis, Paul Nash y William Roberts, miembro fundador del grupo Vorticista.
Pero incluso de mayor importancia ha de juzgarse el proyecto mismo de esta exposición que, con intención de contextualizar históricamente –lo cual parece estar convirtiéndose casi en tabú en las políticas artísticas de exhibición de estos últimos tiempos, tan amnésicos- presenta uno de los capítulos más apasionantes de las vanguardias artísticas ligado al trauma de la Primera Guerra, cuya persistencia tantas veces opacada se debe, sin embargo, a su proximidad cronológica real, pues apenas han transcurrido más de ocho décadas desde la contienda. Y por tanto, trauma al que en el fondo todavía remonta un capítulo de interés entre las dificultades que hoy encuentra la construcción de una política común europea: el del reconocimiento de los ideales, los valores y los fracasos de la Modernidad. Sin duda, el predominio del consenso blandengue de una concepción histórica del arte, que lo interpreta en clave formalista y lo desarma de todo poder de convulsión (al divulgarlo, por supuesto, como encarnador del pacifismo y de cualquier humanitarismo, así como de todo valor blanco conjugable con el ludismo) hacía embarazoso desde el comienzo abordar este proyecto.
El recorrido que se inicia en el Museo Thyssen obedece a una feliz contraposición de momentos de oscuridad y pesimismo a los que suceden salas en donde se muestra la reafirmación colorista del optimismo utópico: como en un ritmo de “sístole y diástole”, en palabras del comisario Javier Arnaldo en la presentación. Los capítulos bajo los rótulos premonitorios “el oscurecimiento del mundo” y “últimos días de la humanidad” -con los excelentes paisajes sin luz de Egon Schiele y la turbulencia en las metrópolis de los expresionistas Ludwig Meidner y Jacob Steinhardt, creadores del grupo “Die Pathetiker”-, se conjugan con las telas de violento colorismo y formas en tensión de cubistas, abstractos y futuristas, y su exaltación del automatismo destructor de las máquinas. Se trata de un repertorio en el que se aprecia la paulatina confluencia de los diversos ismos bajo una estética cubista difusa, que es la que se termina identificando como la más apta para representar el torbellino de la guerra, con piezas muy importantes: telas de Gleizes, Franz Marc, Dix, Man Ray, Léger, Balla, Sironi, Severini … y la todavía sobrecogedora escultura Torso mecánico de la “Taladradora” de Jacob Epstein, que originalmente se completaba con un falo-máquina, símbolo a la vez de destrucción y de gestación de lo nuevo. La última sala, “Carga de profundidad”, con papeles auténticamente maravillosos de Paul Klee, Ossip Zadkine y Marc Chagall, comienza a registrar la conmiseración de los artistas ante la desventura, con escenas militares y de heridos en los hospitales: aquí es el vacío en el espacio, metáfora de aquella contienda desde las trincheras de la entonces llamada “guerra invisible”, porque en los frentes sólo se alcanzaba a ver los resplandores y a escuchar los estallidos, y que en definitiva muestra la quiebra de los ideales y el comienzo de la dislocación psíquica de los artistas, ampliamente desarrollada en la sede de Caja Madrid.
Es en esta segunda etapa donde el socavamiento espiritual inclina la balanza desde el enfoque formal de profundización en las alteraciones que introdujo la guerra en la evolución de los ismos, a un tratamiento a la fuerza más temático, en la confrontación de los artistas con la realidad. Ya que los artistas se vieron tan zarandeados que tan notables son los casos en que se “olvidan” de los estilos como allí en donde resisten, introduciendo distancia y extrañamiento. Lo que en todo caso da indicio del por qué de las evoluciones de las vanguardias y de cierto “retorno al orden” tras el final de la guerra.
Entre todos los motivos tratados destaca el gabinete de autorretratos de pintores vestidos de soldados, con los famosos de Max Beckman, Otto Dix y el de Kirchner fumando y con la mano derecha amputada –simbólicamente-; junto a otros menos conocidos de este pintor que terminaría ingresado en un psiquiátrico y marcado por una grafía nerviosa, irritada y como deshilachada, tan característica de sus paisajes bajo la vigilancia de los nazis como artista “degenerado” y hasta el fin de sus días. También, el gran impacto de la guerra del 14 sobre el grupo alemán El Puente, que con tanta fe había plasmado un ideal libertario edénico, puede comprobarse aquí frente a otro autorretrato muy poco conocido de su compañero Erich Heckel, a la sazón, con un cuadro representando el interior de un manicomio (El loco), de un extremado patetismo. La locura y toda clase de vejaciones derivadas de la guerra son expresadas a partir de 1915 por George Grosz, en cuadros nocturnos como La calle y El suicidio y que culminarían en ese icono del siglo XX en el que se ha convertido su Metrópolis. Una visión desgarradoramente apocalíptica de la ciudad y de profunda decepción sobre el ser humano que, en comparación, hacen menos espantosas las imágenes procedentes del frente.
En la segunda planta, se presenta una importantísima recolección de papeles procedentes de las visiones y experiencias en el frente, con tintas (¡ojo a las de André Dunoyer de Segonzac!) y dibujos (de nuevo, y entre otros, excelentes de Otto Dix y Beckman). E incluso hojas de carnets de Apollinaire y André Maré. Por último, y volviendo a la intención contextualizadora que subrayábamos al principio, en la exposición se presentan algunos ejemplos de la importancia que tuvo el nuevo arte cubista en la creación del camuflaje bélico. Una caja alemana de munición, varios cascos alemanes y americanos - de autores desconocidos-, y unos guantes de Percyval Tudor-Hart demuestran este argumento investigado por la historiografía reciente, y concretamente en el ensayo “Camuflaje” de Maite Méndez Baiges en nuestro país.
En definitiva, una exposición extensísima, quizá con obras de más. Y que, a pesar del esfuerzo –con obras de Marcel Janco y las casi pastorales, en la crudeza de este ámbito, de Constant Permeke y Felix Vallotton-, no termina de dar cuenta de aquellas excepciones de artistas que no participaron en la guerra –como la más notable: el entorno dadá-futurista del Cabaret Voltaire en Zurich. Y esto sólo por poner un pero al destacadísimo trabajo curatorial de Javier Arnaldo, cuya erudición y finura queda una vez más patente en la auténtica monografía que contiene el catálogo.