El torbellino y el vacío. ¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra

¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra, Museo Thyssen-Bornemisza/ Fundación Caja Madrid, Madrid
Comisario: Javier Arnaldo
Publicado en El Cultural, 16 de octubre de 2008

Con más de 200 obras producidas entre 1913 y 1918 por 68 artistas procedentes de todos los rincones de Occidente, esta nueva colaboración entre el Museo Thyssen y Caja Madrid presenta una gran revisión del arte durante la Primera Guerra Mundial. Hito histórico cuya importancia, aunque posteriormente quedara diluida por el horror ante el Holocausto de la Segunda Gran Guerra, determinaría las coordenadas de la geopolítica europea durante el siglo XX. Y también la relación entre las vanguardias artísticas y las grandes confrontaciones bélicas, como acontecimientos políticos decisivos, en los que ya nunca volverían a involucrarse directamente. Ya que en la Guerra del 14 todos los artistas vanguardistas –salvo excepción- sirvieron patrióticamente, ya fuera en la retaguardia o en los frentes, combatiendo contra sus correligionarios y ahora enemigos. En el fondo, con una causa común: el completo aniquilamiento del Antiguo Régimen. Los artistas de “vanguardia” –que, como se sabe, es un término militar-, todavía herederos de los idearios de las luchas de clase durante la segunda mitad del XIX, pero cada vez más alejados de la sociedad gracias a las revoluciones formales en el seno mismo del arte, primero anticiparon de manera casi profética el final de un periodo histórico que juzgaron en total decadencia para abrazar inmediatamente después la destrucción, como única vía para construir una nueva sociedad. El paso desde el entusiasmo hasta la quiebra, pero también nueva resistencia, de tantos ideales modernos: formales, poéticos y utópico-políticos es lo que cuenta esta ambiciosísima exposición.
El empeño, que sin duda se ha saldado con brillantez, es notorio. Ya que se trata de la primera gran retrospectiva a cargo de una relevante institución europea, que puede garantizar tanto préstamos impensables: aquí están todas las piezas, y más, que un buen aficionado podría esperar. Así como las sutiles matizaciones sobre el discurso principal, a las que los equipos de conservación e investigación del Thyssen han acostumbrado ya a los entendidos; y que dan lugar a la exhibición de obras de artistas relegados por la historiografía tradicional como, por ejemplo, las impactantes telas del estadounidense Marsden Hartley, los bronces expresionistas de Rudolf E. Belling, los dibujos de Charles Dufresne, André Dunoyer de Segonzac y André Fraye, los cuadernos de guerra de André Maré y las tintas de los británicos Wyndham Lewis, Paul Nash y William Roberts, miembro fundador del grupo Vorticista.
Pero incluso de mayor importancia ha de juzgarse el proyecto mismo de esta exposición que, con intención de contextualizar históricamente –lo cual parece estar convirtiéndose casi en tabú en las políticas artísticas de exhibición de estos últimos tiempos, tan amnésicos- presenta uno de los capítulos más apasionantes de las vanguardias artísticas ligado al trauma de la Primera Guerra, cuya persistencia tantas veces opacada se debe, sin embargo, a su proximidad cronológica real, pues apenas han transcurrido más de ocho décadas desde la contienda. Y por tanto, trauma al que en el fondo todavía remonta un capítulo de interés entre las dificultades que hoy encuentra la construcción de una política común europea: el del reconocimiento de los ideales, los valores y los fracasos de la Modernidad. Sin duda, el predominio del consenso blandengue de una concepción histórica del arte, que lo interpreta en clave formalista y lo desarma de todo poder de convulsión (al divulgarlo, por supuesto, como encarnador del pacifismo y de cualquier humanitarismo, así como de todo valor blanco conjugable con el ludismo) hacía embarazoso desde el comienzo abordar este proyecto.
El recorrido que se inicia en el Museo Thyssen obedece a una feliz contraposición de momentos de oscuridad y pesimismo a los que suceden salas en donde se muestra la reafirmación colorista del optimismo utópico: como en un ritmo de “sístole y diástole”, en palabras del comisario Javier Arnaldo en la presentación. Los capítulos bajo los rótulos premonitorios “el oscurecimiento del mundo” y “últimos días de la humanidad” -con los excelentes paisajes sin luz de Egon Schiele y la turbulencia en las metrópolis de los expresionistas Ludwig Meidner y Jacob Steinhardt, creadores del grupo “Die Pathetiker”-, se conjugan con las telas de violento colorismo y formas en tensión de cubistas, abstractos y futuristas, y su exaltación del automatismo destructor de las máquinas. Se trata de un repertorio en el que se aprecia la paulatina confluencia de los diversos ismos bajo una estética cubista difusa, que es la que se termina identificando como la más apta para representar el torbellino de la guerra, con piezas muy importantes: telas de Gleizes, Franz Marc, Dix, Man Ray, Léger, Balla, Sironi, Severini … y la todavía sobrecogedora escultura Torso mecánico de la “Taladradora” de Jacob Epstein, que originalmente se completaba con un falo-máquina, símbolo a la vez de destrucción y de gestación de lo nuevo. La última sala, “Carga de profundidad”, con papeles auténticamente maravillosos de Paul Klee, Ossip Zadkine y Marc Chagall, comienza a registrar la conmiseración de los artistas ante la desventura, con escenas militares y de heridos en los hospitales: aquí es el vacío en el espacio, metáfora de aquella contienda desde las trincheras de la entonces llamada “guerra invisible”, porque en los frentes sólo se alcanzaba a ver los resplandores y a escuchar los estallidos, y que en definitiva muestra la quiebra de los ideales y el comienzo de la dislocación psíquica de los artistas, ampliamente desarrollada en la sede de Caja Madrid.
Es en esta segunda etapa donde el socavamiento espiritual inclina la balanza desde el enfoque formal de profundización en las alteraciones que introdujo la guerra en la evolución de los ismos, a un tratamiento a la fuerza más temático, en la confrontación de los artistas con la realidad. Ya que los artistas se vieron tan zarandeados que tan notables son los casos en que se “olvidan” de los estilos como allí en donde resisten, introduciendo distancia y extrañamiento. Lo que en todo caso da indicio del por qué de las evoluciones de las vanguardias y de cierto “retorno al orden” tras el final de la guerra.
Entre todos los motivos tratados destaca el gabinete de autorretratos de pintores vestidos de soldados, con los famosos de Max Beckman, Otto Dix y el de Kirchner fumando y con la mano derecha amputada –simbólicamente-; junto a otros menos conocidos de este pintor que terminaría ingresado en un psiquiátrico y marcado por una grafía nerviosa, irritada y como deshilachada, tan característica de sus paisajes bajo la vigilancia de los nazis como artista “degenerado” y hasta el fin de sus días. También, el gran impacto de la guerra del 14 sobre el grupo alemán El Puente, que con tanta fe había plasmado un ideal libertario edénico, puede comprobarse aquí frente a otro autorretrato muy poco conocido de su compañero Erich Heckel, a la sazón, con un cuadro representando el interior de un manicomio (El loco), de un extremado patetismo. La locura y toda clase de vejaciones derivadas de la guerra son expresadas a partir de 1915 por George Grosz, en cuadros nocturnos como La calle y El suicidio y que culminarían en ese icono del siglo XX en el que se ha convertido su Metrópolis. Una visión desgarradoramente apocalíptica de la ciudad y de profunda decepción sobre el ser humano que, en comparación, hacen menos espantosas las imágenes procedentes del frente.
En la segunda planta, se presenta una importantísima recolección de papeles procedentes de las visiones y experiencias en el frente, con tintas (¡ojo a las de André Dunoyer de Segonzac!) y dibujos (de nuevo, y entre otros, excelentes de Otto Dix y Beckman). E incluso hojas de carnets de Apollinaire y André Maré. Por último, y volviendo a la intención contextualizadora que subrayábamos al principio, en la exposición se presentan algunos ejemplos de la importancia que tuvo el nuevo arte cubista en la creación del camuflaje bélico. Una caja alemana de munición, varios cascos alemanes y americanos - de autores desconocidos-, y unos guantes de Percyval Tudor-Hart demuestran este argumento investigado por la historiografía reciente, y concretamente en el ensayo “Camuflaje” de Maite Méndez Baiges en nuestro país.
En definitiva, una exposición extensísima, quizá con obras de más. Y que, a pesar del esfuerzo –con obras de Marcel Janco y las casi pastorales, en la crudeza de este ámbito, de Constant Permeke y Felix Vallotton-, no termina de dar cuenta de aquellas excepciones de artistas que no participaron en la guerra –como la más notable: el entorno dadá-futurista del Cabaret Voltaire en Zurich. Y esto sólo por poner un pero al destacadísimo trabajo curatorial de Javier Arnaldo, cuya erudición y finura queda una vez más patente en la auténtica monografía que contiene el catálogo.