George Braque desconocido

George Braque, IVAM, Valencia
Publicado en El Cultural, 23 de marzo de 2007

Imprevisible, novedosa y audaz. A menudo las retrospectivas acuñan la versión legítima de los maestros en la narrativa oficial de nuestra historia del arte; otras veces, irrumpen y reclaman interpretaciones inéditas. La obra de George Braque (1882-1963), descubridor del cubismo, todavía es poco conocida en nuestro país. Sus pinturas, incluidas de manera tópica y fragmentaria en exposiciones colectivas, encontraron una lectura unitaria en la primera retrospectiva del Thyssen madrileño, hace sólo cuatro años. Si contemplamos entonces al Braque canónico, en una sucesión coherente y cerrada, ahora el amplio recorrido ofrecido por Martine Soria nos introduce en la complejidad de su trayectoria, con avances y repliegues, hallazgos y empeños sin concluir. Abrir el abanico de su producción, con medio centenar de óleos y de grabados, una quincena de esculturas, dibujos, cerámicas y elegantes tapices, hasta un total de ciento cincuenta obras ha sido decisivo para la ampliación de la mirada: sólo once piezas habían sido exhibidas anteriormente en España. Y da cuenta de la importancia del empeño, además, con un muy numeroso elenco de prestadores, entre grandes instituciones (Pompidou, MOMA, etc.) y coleccionistas privados.
El resultado es un guión en el que la comprensión de su obra no queda condensada en la épica del heredero de la tradición pictórica francesa Chardin-Corot-Cézanne-Braque, como maestro de la revolución cubista decisiva para el arte de la primera mitad del siglo XX y el más sobrio y constante referente en su diáspora y disolución internacional. Además de subrayar sus ensayos juveniles en otras tentativas, que explican excursiones ulteriores inesperadas, la muestra proporciona, sobre todo, un Braque en diálogo intenso con los maestros de su generación: por supuesto, el más emulado, su amigo Picasso, pero también Matisse, Max Beckman (apodado el “picasso del norte”), Derain y una extensísima pléyade. Un Braque atento a la compleja rivalidad en la comprensión del sentido y lugar del arte y oficio de la creación plástica entre un grupo de pintores que retornó desde el ímpetu primitivista del vanguardismo histórico al origen mitológico y clasicista, para probar después las posibilidades del biomorfismo y, en algunos casos, la capacidad del artista para crear iconos visuales destinados ya a un público masivo, como fruto último del repliegue del lenguaje de la pintura sobre sí misma.
Interesante es el inicio del recorrido, con el “Retrato de Clémence Harmand” (1903-1904), que evoca con sus arabescos terrosos el pos-simbolismo de Gauguin, junto a telas afines a su conocida asimilación fauve y cézanniana, inmediatamente precedente a la colaboración con Picasso desde 1908 a 1913. E imprescindible, a la luz de esta muestra, los aguafuertes de estos años, desde el “Estudio de desnudo” (1907-1908), para comprender el febril socavamiento de la perspectiva como convención representativa del espacio desde el Renacimiento y de su distribución de volúmenes, luces y cromatismo retiniano, que llevaron a cabo en aquella confianza mutua y fé sin reservas, “como una cordada en la montaña”. Cinco años de invención trepidante, del cubismo “analítico” al “sintético”, o compuesto con materiales y elementos ajenos a la pintura, y en el que ahora, gracias al texto de Brigitte Leal, se reivindica y demuestra la invención del papier collé –habitual y tópicamente atribuida a Picasso-, para el propio Braque, a la sazón responsable de la inclusión de superficies simuladas, letras de imprenta y texturas matéricas, mezclando arena, yeso o serrín en los pigmentos: procedimiento táctil recurrente, que identifica gran parte de su producción y que engrosará sus últimos paisajes, en un esfuerzo final por engarzar su trabajo con el imperio entonces de tendencias expresionistas y abstractas.
Pero al igual que encontramos al Braque dibujante, pese a la “leyenda negra” fomentada por sí mismo - “Tengo la mano pesada y que no traza fácilmente un contorno. Cada vez que empiezo un dibujo, se transforma en pintura”-, hallamos también al pintor líquido, de óleos diluidos en aguadas y pinceladas lábiles que emulan flores en gamas rosas y violetas o amarillos solares, intensos, tan discordantes con las paletas ocres del principio. Tan distantes también de su pintura seca y nocturna, de fondo negro y plano como una pizarra sobre el que se aplastan las reducciones cromáticas a grises y blancos, en manchas y esgrafiados de bodegones y desnudos, combinados en la década de los treinta, en evidente persecución de los retratos en perfil de las mujeres-modelos en el taller de Picasso.
Incisiones, esgrafiados, silueteados y celdillas, como si fueran preparaciones de futuros esmaltados, caracterizan la escultura de Braque desde la pequeña estatuilla “Femme” de 1920, que recuerda a cierto Julio González. Pero es a partir de esos años treinta, residiendo en Varengeville-sur-mer, cuando la escultura, de inspiración griega, mediterránea, jovial y marítima, cobra protagonismo, guiando su peculiar periplo de “retorno al orden”. Una vuelta hipotecada, no obstante, por el sometimiento que Braque infringe al bulto redondo, desdoblado en dos caras de bajorrelieves, a semejanza de su previo y magistral reduccionismo de la pintura al plano bidimensional, y por su estilización con grafías tomadas del surrealismo internacional (Picasso, of course, Miró, Ernst…). Familiarizado desde entonces con las superficies duras y entregado a la ilustración de libros en la casa Maeght mediante variadas técnicas de grabado, al final, como Picasso o Matisse, con palomas y recortables, también él intentó con iconografías de carros, pájaros y rostros de mujeres aladas donar el “sello” Braque a la Modernidad.