Warhol: sólo vanitas

WARHOL SOBRE WARHOL, La Casa Encendida, Madrid
Comisaria: Estrella de Diego
Publicado en Cultura/s, 16 de enero de 2008

En un despliegue fanático de mitomanía y fetichismo, Warhol sobre Warhol parece exhibir la vida entera del artista, hasta sus intimidades. El recorrido es biográfico: nos muestra el Warhol antes de Warhol, el de la vida en la Factory –celebrity víctima de un atentado que le dejaría el torso rotulado- y el último, ya símbolo de la cultura punk y queer. Y el género elegido, el retrato: con más de doscientas piezas, se demuestra que Warhol no sólo fue el más importante retratista del siglo XX, sino también el más retratado por pintores y fotógrafos, y un obseso de su propia imagen a través de montones de autorretratos. La estrategia seguida resulta muy efectiva: al detallar el proceso, métodos y técnicas de trabajo, desde los recortes y bocetos a los contactos fotográficos, pinturas, polaroids y filmaciones parece presentarnos “todo” Warhol. De hecho, el énfasis en acetatos antes nunca vistos funciona como prueba de autenticidad: la exposición derrocha frescura por su aspecto documental. Y sin embargo, al final, nos faltan casi todos los demás Warhol apenas aquí apuntados: el de la crítica política, el analista cultural de Norte América, el promotor musical (The Velvet Underground) fascinado por la danza de Ivonne Rainer y artista sonoro … Warhol sobre Warhol se inscribe en la mejor tradición de exposiciones monográficas, de corte ensayístico, cuya capacidad de seducción nos persuade de que este Warhol, el del cuestionamiento de la identidad del sujeto contemporáneo, es el más radical y el que –a los veinte años de su muerte- mejor ilumina el conjunto de su legado, como el artista más influyente de la segunda mitad del siglo XX.
Como señala Estrella de Diego, autora de Tristísimo Warhol (1999), éste parece llevar a cabo la misma reflexión que su coetáneo Barthes sobre Barthes, cuando aseguraba que no podía ser un “libro de confesiones”, porque “lo que escribo sobre mí nunca es la última palabra respecto a mí: cuanto más sincero soy, más me presto a la interpretación ante instancias muy distintas a las de autores anteriores que creían que no tenían más que someterse a una ley única: la autenticidad”. Descreído de la posibilidad de fijar la personalidad esencial, a Warhol sólo le interesa registrar la situación y el incidente, en lugar de construir un argumento y forzar la narrativa. De ahí que su medio centenar de películas fueran siempre sólo retratos, pero exactamente del tiempo registrado en la cinta (“Sleep”, 1963, 6 h.). A diferencia de su también coetáneo W. Burroughs, obsesionado por defenderse de la industria semiótica con su método de recortar y pegar, Warhol abraza la iconosfera, renuncia a editar y cede su autoría a las máquinas grabadoras. De manera que, como afirma de Diego, “al depositar en el espectador parte de la construcción última de los significados, arrastra a revisar la noción del sujeto clásico –de mirada única y jerarquizada- y a proponer un sujeto que se desvela como ilusión, como construcción”.
Él sólo se encarga de trasladar y poner ante la cámara, como de exponer la exposición (The Brillo Box). Para las serigrafías y pinturas, usa recortes de prensa (Jackie) como “dibujos preparatorios”, anima a retratarse en máquinas Fotomatón o bien elige las polaroids de su Big Shot (de foco fijo a un metro) o los contactos fotográficos que cualquiera desecharía: “Siempre me gusta trabajar con restos, las cosas que se desechan. Las cosas que han sido descartadas, que todo el mundo sabía que no eran buenas …. La toma descartada es más divertida que la escena en la que todo salió bien”. Como es sabido, para él, todo el mundo tenía su derecho a quince minutos de fama. En la Factory, cualquiera era sometido al screen test de cuatro minutos y medio que duraba el rollo en su cámara Bolex de 16 mm., con el mismo cuadro, la misma luz y el mismo tiempo de exposición (acumuló quinientos screen test): “Si todo el mundo no es una belleza, nadie lo es”. Cuenta la leyenda que Warhol en la Factory tenía una actitud maternal con los jóvenes anónimos que desfilaban por allí: “Había que quererlos más, porque ellos se querían menos a sí mismos”. Se rodeó de los “residuos” y se dispuso a convertirlos en “estrellas”. Pero que a su vez, funcionaban “como un índice en el sentido de notas a pie de página: toda esa gente ha sido documentada como parte de la … mitología de Warhol”, según David Rimanelli.
Como exponente máximo del camp, Warhol siempre se identificaba con la parte más vulnerable, y al tiempo desvaída y vacía. Según cuenta Tina Fredericks, su primera directora fotográfica en Glamour: “Tenía el poder que deriva de ser cautivador y no resultar, en absoluto, amenazador”. Es decir, el atractivo que emana de una castración imaginaria. A Warhol nunca le gustó su aspecto: “no me molesto en arreglarme ni intento ser atractivo, porque sencillamente no quiero que nadie se interese por mí”. Pero desde joven intentó hacer de sí mismo un icono, como haría con los otros. Quizá la imagen más conseguida de los sesenta sea Seis Warhol, cuando descubrió que sus manos largas eran elegantes y desprendían halo de glamour y mucha pluma. Después, en los ochenta se entronizaría como punk, con la peluca casi platino de cabellos electrizado. Pero ni siquiera las fotos de su torso desnudo atravesado por cicatrices en zigzag, ni sus travestismos, ni su retrato con calavera son patéticos. Los retratos y autorretratos de Warhol funcionan siempre como still lifes: naturalezas muertas y vacías del paso del tiempo. Sólo vanitas.