Adolfo Schlosser, depuración y destreza

Adolfo Schlosser 1939-2004, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Publicado en Cultura/s, 22 de febrero de 2006

En unas fotografías de 1977, se ve a Adolfo Schlosser subido a unos andamios al borde de la piscina y agarrado a un artefacto de aluminio y lona tensada a modo de alas, saltar al vacío, intentando volar. La imagen leonardiana responde a una inquietud íntima, un reconocerse como ser alado: “sin que yo les vea/ los pájaros han hecho nido en mí”, había escrito diez años antes. También en su cuento “El otro”, la alteridad venía provocada por la herida del picoteo de un pájaro en la nuca del protagonista. A finales de los setenta, en un periodo muy fértil, el artista parece querer poner a prueba sus inventos en modos diversos, también haciendo música al deslizar las cuerdas de unos sobre las curvas de otros. Todas estas facetas, menos conocidas: sus escritos y su música, tapices, material fotográfico y audiovisual y variada obra sobre papel, junto a su extensa producción escultórica y las instalaciones últimas, se han recogido en esta primera gran retrospectiva tras dos años de la muerte de este austríaco de nacimiento y español de adopción, y Premio Nacional de Artes Plásticas en 1991.
Entre los estudios de formas geométricas autogenerativas, algunas de ellas tejidas en graduaciones monocromas y otras construidas con materiales entonces muy modernos, como el metacrilato y los hilos de plástico, y las primeras obras con elementos orgánicos, apenas transcurren cinco años. Schlosser, en España desde 1967, formado en su adolescencia en artes y oficios, había dedicado la última década a escribir, vocación que descubre mientras trabajaba en pesca de altura en Islandia. La vuelta a la naturaleza a principios de los setenta, tras afincarse en Bustarviejo, un pueblo de la sierra madrileña, le conducirá a encontrar los materiales adecuados a la economía de medios que es distintiva de su creación, de fina depuración conceptual e ingeniosa destreza manual. Desde entonces, sus piezas tienen la factura y la entereza de los productos del primitivo. Como un antiguo bricoleur, intenta ceñir la unión armónica de elementos y fuerzas, valiéndose de figuras simples: el triángulo, el cuadrado, el círculo. La gravedad y la resistencia de los materiales en tensión pasan a formar parte de sus ingredientes básicos para describir el espacio. Que nunca es un vacío, sino un continuo de corrientes de fluidos, como el aire, el agua o el fuego, materializando su figura en las ligeras membranas y delgados cables y cordeles que aguantan cantos rodados y ramitas.
Un lugar especial lo ocupan las espirales, que son claves del proceso y, como dice su amigo Juan Navarro Baldeweg, “se ofrecen a la vista condensando el despliegue temporal … estas obras son resultado de fuerzas sostenidas en el tiempo, son estructuras vivas”: en una duración imperceptible. Casi una fijación que se repite en sus dibujos, con bucles y remolinos, cifrando un sentimiento aéreo que retoma en sus tondos fotográficos de las costas gallegas de Opindo y Corrubedo, cerrando el microcosmos, como en un vuelo a ojo de pájaro. También de allí proceden las pequeñas algas que, con sus movimientos delicados y frágiles, nos acercan a un Schlosser aún más íntimo. Emparentados con sus tintas temblorosas, los tallos y flores alambicados componen los bosques imaginarios de la ansiedad de naturaleza que compartió con buena parte de una generación, como firma F. Calvo Serraller, “el alquimista Schlosser”, el cerrajero.