Cubismo sin Picasso

El cubismo y sus entornos en las colecciones de Telefónica, Fundación Telefónica, Madrid
Publicado en Cultura/s, 9 de marzo de 2005
¿Se puede hacer una colección de pintura cubista sin una sola tela de Picasso o de Braque? El diseño de la nueva colección de Telefónica, tejido a raíz del núcleo de los once maravillosos cuadros de Juan Gris de su antigua colección de arte contemporáneo español, desafía antiguos parámetros historiográficos y, en su primera exposición, ofrece una revisión del estado de la cuestión del cubismo, el primer gran estilo internacional del siglo XX. La rápida implantación de esta visión la atestigua el que ya en el Salón de Otoño parisino en 1912 hubiera doscientas obras de treinta artistas calificables de cubistas, aunque fuera bajo poéticas en rivalidad. Su amplísima difusión sería inimaginable sin la centralidad hegemónica de París en el mundo artístico de la época, a donde inmigraban artistas de todo Occidente, y que difundirían más tarde la buena nueva a puntos tan distantes como Rusia y Argentina.
Su denominación había partido de una crítica desfavorable “reduce todo, sitios, figuras y casas a esquemas geométricos, a cubos”. Pero ese reduccionismo, que parece ser también la laminación de los tradicionales géneros pictóricos exclusivamente al bodegón, y por tanto, la cosificación de cualquier motivo representado, “albergaba”, como bien dice Eugenio Carmona, “una verdadera alternativa al orden visual creado en el Renacimiento”. Llámese clausura de la ventana albertiana, o sea, descubrimiento de la “pintura en sí” o autorreferencialidad de la pintura, el cubismo constituyó para la lectura formalista de la vanguardia tras la Segunda Guerra Mundial su principal adalid, operando, a semejanza del modelo, con taxativo reduccionismo moderno sobre la efectiva capacidad de este estilo (supuestamente purista) para contaminar y contaminarse, y al tiempo, configurar un marco comprensible para la experimentación vanguardista, incluso de opciones bastante más extremadas y puras, formales y vitales, como, por ejemplo, el suprematismo y el dadaísmo.
Los criterios fijados para formar esta colección por la Comisión Asesora (María del Corral, Eugenio Carmona, Simón Marchán Fiz y José Luis Brea) muestran hasta qué punto la sensibilidad posmoderna dista de aquella. Desembarazados ya de la mitomanía heroica, no nos parece tan imprescindible el lugar de los innovadores, se nos muestra superada la dicotomía autoritaria del cubismo auténtico frente al derivado o de escuela y apreciamos más su pluralidad, sus hibridaciones con otros movimientos, como el futurismo y el llamado clasicismo moderno; en fin, sus conciliaciones e intersticios. Se atiende ahora, por ejemplo, a su apertura hacia la cultura material y popular, y su confluencia, en primeriza clave identitaria, con fuentes indigenistas en Latinoamérica. Sin duda, el procedimiento, no tanto material, que también, sino sobre todo mental, del collage, esencial en toda creación a lo cubista, y que todavía atraviesa las prácticas artísticas contemporáneas, facilitaron aquella fragmentación centrífuga.
Contemplado el imperio del cubismo entre los pintores hasta finales de la década de los veinte, sería absurdo pedir completud a una colección de reciente creación. Los cuarenta cuadros de veinte artistas que la componen tienden más bien a evidenciar los vínculos complejos que se establecieron entre los primeros pintores teóricos del movimiento, Albert Gleizes y Jean Metzinger, y la escuela cubista originaria, representada por Louis Marcoussis, André Lhote, Auguste Herbin y Georges Valmier, con la pléyade de pintores extranjeros, como las rusas Natalia Gontcharova y Alexandra Exter. Y especialmente, por legítimas razones del coleccionismo corporativo, españoles: María Blanchard, Manuel Ángeles Ortiz, Joaquín Peinado, Daniel Vázquez Díaz y Celso Lagar. Y latinoamericanos: Rafael Barradas, Joaquín Torres-García, Alejandro Xul Solar y Vicente Do Rego Monteiro.