Recorriendo el vacío, José Manuel Ballester

José Manuel Ballester. Habitación 523, MNCARS, Palacio de Velázquez, Jardín del Buen Retiro, Madrid
Publicado en Cultura/s, 30 de marzo de 2005

La obra de José Manuel Ballester (Madrid, 1960) siempre ha destacado, en los diez años en que fue incluida en colectivas de “realismos” y después, en la última década, contribuyendo en diversas muestras a la cuestión del lugar de la arquitectura en la sensibilidad contemporánea. Pero hemos de convenir con los críticos que respaldan esta exposición, Enrique Juncosa y Pedro Azara, su comisario, que Ballester ya no es realista ni un pintor de arquitecturas. Desde hace más de tres lustros viene entrelazando pintura y fotografía y le llega ahora el momento de su “consagración” nacional, en tanto que la monográfica en el Palacio de Velázquez dependiente del Reina Sofía tiene siempre el carácter de prueba de fuego para los artistas españoles que se encuentran ya en la madurez, coincidiendo felizmente, además, con otra exposición, “Fotografías de museos” en el IVAM valenciano, a cuya colección el pintor ha donado la serie.
“Habitación 523” contiene más de setenta obras, entre dibujos a tinta, acrílicos y óleos sobre papel encolado a tabla, y fotografías con muy variado tratamiento: a veces es el virado del color, otras han sido modificadas con trazos de acrílico y hay algunas vistas de fábricas que tienen como soporte lonas de gran dimensión, realizadas ex profeso para la monumentalidad del Palacio -cuya producción, al parecer, ha financiado el Reina Sofía y el artista ha donado, a su vez, al museo. Y no se trata de un asunto de mera adecuación, puesto que ese gran formato, inhabitual hasta ahora en su obra, apunta a una manera de cuestionar la vertiente “instalacional” que puede tener la imagen bidimensional en el contenedor vacío de exposiciones, ahora forrado con sus repetitivas representaciones de interiores inhabitables.
Un cuestionamiento más, entre el abanico de interrogantes que ha ido solucionando desde que hace siete años se le planteara la posibilidad de esta exposición que, según ha declarado, le parece el tiempo conveniente para preparar la muestra, lo cual ya es bastante significativo de su propio tempo. Mientras tanto, Ballester ha visto como sus obras encajaban bien en el gusto del coleccionismo corporativo y, conforme subía la cotización, ha ido entablando diálogo con galeristas y críticos más distinguidos, cuyas interpretaciones frecuentemente literarias y propensas a la divulgación y la intencionalidad empática con el público, al cabo, han sido sobrepasadas por la evolución de las obras. En concreto, me parece desafortunado que en el texto de entrada a la exposición se haya reducido el sentido del conjunto de imágenes de “Habitación 523” al sentimiento de soledad del sujeto contemporáneo, cuando se da una efectiva polisemia en cuanto a las sensaciones que puede suscitar entre el público Y hay otras claves, en mi opinión, de mayor calado, como la reflexión sobre las fronteras de la representación, el tiempo de contemplación de la imagen por parte del espectador y las elecciones, incluso existenciales, que se derivan del empleo, más o menos consciente, de la percepción visual.
Ante el aluvión incesante de imágenes fugaces de los media, aludidos antes por Ballester por medio de televisores y autopistas, en su última depuración, el artista ha decidido comprometer la mirada del espectador en un juego de demora cada vez más ambiguo. La ralentización del modo de ver -algo que interesa actualmente a un buen número de artistas, entre ellos Bill Viola, el ausente Juan Muñoz en otro orden y el propio Ballester, implicados en los procedimientos de los clásicos-, se consigue aquí empezando por las calidades de carboncillo y apasteladas, o con grano y poca profundidad de campo en el caso de las fotografías. Después, vagamente se reconoce la imagen. Son interiores de espacios públicos: pasillos, escaleras, quizá aparcamientos, museos, ambulatorios, edificios en construcción. Si no fuera por pequeños detalles, rodapiés, cornisas, etc., se diría que sólo hay planos abstractos, líneas constructivas de simetrías y otras proporciones. Sin embargo, la iluminación, siempre a contraluz, nos declara su condición de interior, suscitando semejante recogimiento de alerta nocturna en el observador.
Aparentemente, vacíos y anónimos, pero no deshumanizados. La arquitectura industrial, y sus calidades de hormigón y acero, están interpretadas como recintos románicos. Entre veladuras y mínimas oscilaciones de luz, descubrimos las huellas de las imperfecciones de fábrica y del paso del tiempo, manchas, humedades. Como si Ballester redescubriera la huella pictórica en los pasajes que siempre transitamos, sin habitar. Recorriendo de un extremo a otro esas imágenes, casi siempre acentuadamente horizontales, la perspectiva obliga a la mirada a adentrarse más, con la inevitable incorporación del espectador a esa escena, antes huérfana. ¿Dónde ir? Y qué hacer? Si quizá siempre estemos en tránsito, y ya en nuestro mundo sólo reste elegir las calidades del nomadismo, a partir de las virtudes de nuestra percepción visual.