En singular. Arikha

Arikha, Museo Thyssen-Bonemisza, Madrid
Comisario: Guillermo Solana

Publicado en El Cultural , 4 de septiembre de 2008

El narcisismo de las pequeñas diferencias parece regir la trayectoria del pintor franco-israelí de origen rumano Avigdor Arikha (Bukovina, 1929). A lo largo de los treinta y cinco años de producción mostrados en esta primera retrospectiva en España, únicamente ha representado su experiencia personal: el autorretrato es su género y, por extensión, el retrato del natural de íntimos y conocidos. Su mirada parece no necesitar ir más allá de lo próximo. Los detalles de su casa y de su taller, de objetos familiares y utensilios de pintura conforman por completo su objeto pictórico. Arikha retiene instantes supuestamente banales de su vida cotidiana, percepciones casi inadvertidas cuyo interés suele reducirse a la consciencia particular del individuo, es decir, del propio pintor: ¿pintar sólo para sí mismo? Tan concreto que las imágenes parecen manoseadas y pegajosas: demasiado personales. Una y otra vez. Si a esta aburrida monotemática, añadimos su persistencia en practicar un estilo denostado: el vago postimpresionismo más o menos torpe que se practica en las academias de pintura de aficionados, ¿por qué Avigdor Arikha forma parte del arte contemporáneo?
Sus lienzos, sus dibujos y sus excelentes tintas comparten rasgos apreciables: pincelada cruda, grafía nerviosa y emotivo expresionismo, que llevan a desprender en cualquier observador la impresión distintiva de lo recién hecho, esto es, el marchamo del presente, sea cual sea la fecha de producción que figure. Una cualidad sin duda notable, pero descrita analíticamente como simple resultado del método. El pintor tiene sus reglas: un cuadro al día, concentrada observación y captura del momento, compromiso con la búsqueda de la forma irrepetible. Se diría, antiguos objetivos románticos, casi heroicos por su honestidad, pero sometidos a limitaciones en la práctica: una paleta corta de cuatro o cinco pigmentos con soluciones deficientes, de sensualidad áspera y una expresividad frecuentemente demasiado sometida a la improvisación (demasiado suave o demasiado enérgica).
En realidad, frente a la materialidad de su pintura, su trabajo engancha más por el desafío intelectual: una cadena de prácticas y convicciones que parecen negarse y responderse entre sí. De manera que: el reduccionismo de Arikha no tiene nada de espontáneo. Sus instantáneas recrean composiciones y elementos de cuadros de género clásicos de los maestros de la historia de la pintura: en opinión del pintor, el perfecto Velázquez, el inconcluso Caravaggio, el torpe Cezanne. Persigue lo fugitivo, pero sólo puede justificar el acto de pintar como una estrategia ante la muerte: Arikha pintaría para retener lo irrepetible, pero en ese reto aspira a conquistar los principios inmanentes de la forma en la pictura aeterna. Ya por concluir, su exhibicionismo es elusivo: se trata de fragmentos, tomados desde el punto de vista más pobre, desde los bordes.
De ahí el interés por su reflexión teórica, sus escritos y conferencias. Ha asegurado una y otra vez que si dejó de practicar la pintura abstracta fue porque se cercioró de que sólo expresaba “su” forma (personal): en consecuencia, defensa de la pintura figurativa en tanto encuentro del no-yo, como escribió su amigo Samuel Beckett para apoyar el giro decisivo a mediados de los sesenta. Y eso, incluso a pesar de que el propio Arikha sea consciente de que el respeto hacia la verdad de su obra está vinculado inevitablemente a cierta mitomanía de vida de artista, tal como ha perfilado Guillermo Solana: Arikha el “resucitado” del campo de concentración en la infancia, de la guerra de 1948 en Palestina, ergo del propio agotamiento en pintura …
La última paradoja estriba en que el valor de la posición de este resistente de la Modernidad (¿de dónde si no ese reduccionismo a ultranza?) y a la vez detractor (enemigo de lo nuevo, contrario a la lectura de la evolución lineal de la pintura hasta su muerte en el marco conceptual) sólo puede calibrarse en el contexto irónico posmoderno de la sospecha. Desde la verdad de la pintura muda, Avigdor Arikha ha criticado el exceso de ironía, un suplemento discursivo que desde Duchamp sólo produce ficciones. Pero el hecho es que su obra, en lo que concierne a su inscripción en el presente, sólo se entiende allí donde socavaciones, incertidumbres y sutilidades fantasmáticas hacen que algo sea. Ya que a pesar de la singularidad de las huellas de cada tela, Arikha nos ofrece una pintura que no es.