Critica feminista y arte de género

Conferencia impartida en Jaca (Univ. de verano de Zaragoza), 9 de julio de 2003

El arte feminista y el arte de género existen porque hay una crítica artística feminista. Ésta, en su expandirse, ha dado lugar a una crítica bajo la perspectiva de género. En conjunto, constituyen una de las más importantes aportaciones a la teoría y crítica del arte de las últimas décadas. Y al tiempo, su interés va unido tanto a su carácter polémico como también a su propia dinámica de ampliación y diversificación, siempre como fruto de su acendrado carácter autocrítico.

A este respecto, desde un punto de vista histórico, parece inevitable recordar que el momento fundacional de la crítica de arte feminista, a principios de los 70 en Estados Unidos, está atravesado por el debate en el que se dirime precisamente si cabe hablar de una “imaginería” femenina (Lippard, 1976), esto es, si efectivamente pueden señalarse rasgos distintivos (formales y semánticos) en las obras llevadas a cabo por artistas mujeres. Mientras se van constituyendo revistas de arte feministas, programas de estudios en las universidades y cooperativas a manera de galerías como lugares de difusión y encuentro, se descubre que efectivamente el carácter colaborativo y transversal en las prácticas creativas y críticas del arte feminista sí constituyen rasgos diferenciadores. Al tiempo, las tendencias más reafirmativas o “esencialistas” se manifiestan como herramientas útiles para poner en evidencia los presupuestos falocéntricos de la tradición de la vanguardia artística y, en su reverso, iniciar la recuperación de la obra de artistas olvidadas o marginadas por la historia del arte. El resultado es la “erosión de los estándares críticos”, que afecta desde entonces de manera decisiva tanto a la revisión de las metodologías sustentadoras de la historiografía del arte como al desarrollo de una teoría crítica negativa.
A pesar de las objeciones al “esencialismo”, cuya perspectiva “orgánica o biológica representa la afirmación más extrema de diferencia de género” y “constituye una de las formulaciones teóricas más sorprendentes y sibilinas dentro de la crítica feminista”, pues “el mero recurso a la anatomía supone un riesgo de volver al esencialismo crudo que oprimía a las mujeres” (Elaine Showalter, La crítica feminista en el desierto, 1981); sin embargo, es evidente que esta “superidentificación narcisista, fundamental para el placer y para el problema de la formación de la identidad”, como señala Mary Kelly, y por tanto compensatorio de la experiencia del reconocimiento de humillación imprescindible en la concienciación de la dominación masculina, no sólo se constituye como la poética fundacional del arte feminista, en tanto que el “término universal de mujer ... fue la condición previa para la existencia de un movimiento, su momento de captura imaginaria”, sino que su reiterada aparición en la expansión temporal y geográfica del arte feminista obliga a tomar en cuenta esta perspectiva como un discurso paralelo en el “tiempo monumental”, en términos de Julia Kristeva.
Al cabo, es desde posturas esencialistas que se inicia la recuperación historiográfica de la obra de artistas mujeres desconocidas o mal catalogadas, ampliando la visión de la historia del arte occidental, que a través de los estudios de Griselda Pollock o (tal como lo ha divulgado) Whitney Chadwick queda decisivamente reinterpretada y remodelada. Puesto que no se trata de una mera recuperación. Lo que se ofrece es un parámetro alternativo de los valores estéticos que avalan la evolución del criterio de calidad en el arte occidental, desde que este es efectivamente denominado Arte –con mayúscula- a partir del Renacimiento. La crítica a la escisión de arte y artesanías –correspondiente con la división de baja y alta cultura-, a la jerarquización de los géneros pictóricos, a la devaluación de las cualidades tradicionalmente asociadas a lo “femenino”, como lo “decorativo”, el “detalle”, lo “sentimental”, etc., y al propio concepto de “autoría” heroica –en donde sistemáticamente se aplicaba el rol de objeto de representación a la mujer- son elementos que confluyen en la necesidad de decodificar un sistema de representación condicionado por el binomio estructural hombre/mujer, cultura/naturaleza, etc..
Un binomio que como evidenciaron ensayos como “Histéricas nociones artísticas de progreso y cultura” de Valerie Jaudon y Joyce Kozloff a mediados de los setenta, o el coetáneo “Femmage” de Miriam Schapiro y Melissa Meyer –en torno a la apropiación del formalismo colonialista y viril de procedimientos tradicionales en las tareas asignadas a las mujeres mediante el término collage-, afecta en su eje axial a las vanguardias históricas y, por tanto, explica la dificultad de la inserción del arte producido por mujeres durante gran parte del siglo XX. Y también la necesidad de crear una nueva tradición crítica en donde sea posible inscribir no sólo las obras que reafirman valores antes denostados, cuya justificación se halla únicamente en la naturalización de la estructura de dominación patriarcal, sino también los procesos creativos ligados a la búsqueda de identidad, pues como ya señalara a final de los años cuarenta Simone de Beauvoir, en El segundo sexo, “no se nace mujer: se llega a serlo”.
Creo que ahora podemos retomar la afirmación que presentaba al principio de que “El arte feminista y el arte de género existen porque hay una crítica artística feminista”. Puesto que una vez comprendidas las limitaciones (la ceguera) de la historia y crítica del arte tradicionales, es fácil aventurar que las indagaciones acerca de la identidad de las fotógrafas de las décadas veinte-cuarenta del siglo XX en el entorno surrealista (como Claude Cahun, Berenice Abott, etc.) se habrían “perdido”, así como las performances “protofeministas” de Shigeko Kubota, Yoko Ono o Carolee Schneeman en el seno de fluxus, por poner algunos ejemplos, de no existir una interpretación en clave feminista.
Desde un principio, la crítica de arte realizada por mujeres feministas pasa por la conciencia de las carencias en la autovalidación de la creación/escritura femenina (tanto como que la “autorización no puede resultar (...) de un régimen diferente” [Lyotard, La diferencia]). De manera que artistas y críticas se ven ante la tarea de rechazar el “viejo” lenguaje para poder expresarse más allá de la “capacidad negativa” que le había sido asignada en su exclusión histórica del gran relato de la teoría artística; lo cual se plantea, tal como lo identifica ya en 1976 la historiadora Anne-Marie Sauzeau Boetti, “no como una cuestión de acusación o reivindicación, sino de Transgresión”. De hecho, durante esta década, los límites y usos del lenguaje se convierten en un verdadero dilema, desde el momento, como evidencia la artista y teórica Susan Hiller, en que se habla “desde el punto de vista de las categorías ‘mujer’ y ‘artista’, que sabemos que están en colisión”. Pero también la proporción en el uso y no uso de los lenguajes convencionales de la cultura suscita una pérdida del “sentido de realidad”. Entonces, la estrategia para la instauración de un discurso propio pasará por la confirmación de la íntima relación entre las asociaciones personales y el proceso de creación, religando vida y obra para afirmar el relato personal como una acción política (“lo personal es político”) en “el proceso emergente de desarrollo de una ideología estética feminista” a inscribir, fracturándolo, en el gran relato de la teoría, la crítica y la historiografía artísticas.
Por lo tanto, las 2 dos grandes aportaciones son: 1) la afirmación de las diferencias –como resultado parcial de la búsqueda de una identidad que no está dada, pues no es sino alteridad, y las diferencias en el seno de las mujeres como un proceso de descubrimiento en su dimensión performativa. Dimensión que se desarrolla a través del imaginario del cuerpo y el deseo, con sus variadas versiones psicoanáliticas, de Lacan a Kristeva. En segundo lugar –pero sin ningún sentido consecutivo-, 2) la preocupación por la inadecuación de los sistemas de representación y el problema de “la conmensurabilidad entre la representación y la experiencia”, y que da lugar a una exploración muy diversificada, desde la búsqueda arqueológica de lenguajes matriciales, a indagaciones que confirman la incertidumbre en la expresión autobiográfica y la reflexión acerca de la narratividad, o pueden contemplar también la utilización subvertida del sistema de signos de la cultura visual, fagocitando, por el contrario, buena parte de las hipótesis propuestas en el amplio arco del postestructuralismo: Althusser, Foucault, Lyotard, Derrida, Lefebvre, etc..
Pese a la enorme aportación a la teoría crítica del arte contemporáneo, sin embargo a menudo se la ha denominado “desestética feminista”. Pues dado que, como afirmó Mary Kelly, “... el llamado arte feminista no existe, sólo hay arte que se nutre de distintos feminismos”, o de otra manera respondió Silvia Bovenschen (en 1976) acerca de la existencia de una estética femenina: “Ciertamente existe, si hablamos de conciencia estética y de modos de percepción sensorial; ciertamente no, si hablamos de una variante poco común de la producción artística, o de una teoría del arte laboriosamente construida”, y como concluye Teresa de Lauretis diez años después (“Estética y teoría feminista, 1985), “la mayoría de los términos mediante los cuales hablamos de la construcción del sujeto social femenino en la representación [cinemática], incorporan en su forma visual el prefijo ‘des-‘, con el fin de señalar la deconstrucción o desestructuración, si no destrucción, de la cosa misma que representa”
De lo que se ha tratado a través de la “repolitización del sexo”, como ha afirmado Griselda Pollock (inscripciones en lo femenino, 1986) es de “buscar vías en las que la diferencia de lo femenino pueda valer no sólo como alternativa, sino además como fuente dialéctica que nos libere de la trampa binaria que representa el sexo/género”.
A partir de aquí, es evidente que las cuestiones que ha suscitado y ha intentado resolver esta teoría crítica ha fascinado a gran parte de artistas y críticos. El “desplazamiento del reino del género”, no sólo ha interesado a los marginados por el heterosexismo, pues muy pronto se ha visto que abría puertas “a las confrontaciones críticas con todas las formas de xenofobia: miedo a la diferencia, al extraño, al desconocido, al otro” (lo que constituye una de las preocupaciones esenciales de nuestro tiempo). Así como también a modos radicales de insurrección política (AntiEdipo, Deleuze y Guattari).
Sin embargo, su diseminación en eso que podemos llamar “arte de género expandido” y, de otro lado, en el denominado “nuevo género de arte público” tiene que ver no sólo con este núcleo de reflexión autocrítica en torno al concepto de sujeto, y su subversión política, ya que “al hablar de uno mismo se está hablando de cosas de las que no se puede hablar” (L. Lippard, 1980). También, y de manera decisiva en mi opinión, con su posicionamiento contra el modo dominante de consumo del arte heredado de la Modernidad, y su convicción de que puede conectarse la “capacidad de hacer con la capacidad de ver” (L. Lippard).
En último término, frente al modelo mercantil-museístico y las limitaciones inerciales que acarrea para productores y espectadores, las estrategias narrativas y de representación que ha introducido esta nueva tradición se han visto desprovistas de freno a la hora de transgredir la utilización de medios de expresión, motivos retóricos o recursos estilísticos en su “vuelta a lo real”. De aquí su estatus de mantenedor de la pervivencia del hálito vanguardista. Y también la imposible unidad u homogeneidad de ese arte (de raigambre crítica en los feminismos) que con acierto Craig Owen calificó de “posmodernismo de resistencia”, enfrentado al reatrincheramiento de la ideología liberal que, en el sector artístico, insiste en la neutralidad y pureza del fundamento exclusivamente formalista del arte para salvaguardar su actual sistema mercantil y sus réditos para los que detentan la hegemonía de los valores culturales.
Es obvio que una obra o práctica artística inscrita en esta nueva tradición no puede ser interpretada bajo los presupuestos críticos de la Modernidad, del mismo modo que sabemos, por ejemplo, que las expresiones plásticas del Medievo poco tienen que ver con la “experiencia desinteresada del arte” o que únicamente bajo criterios cínicos se puede mantener que un objeto utilizado en determinada cultura con una función ritual pueda ser considerado una “obra de arte”.
Dado que en nuestro país ha habido una serie de circunstancias adversas y en general retardatarias para la comprensión, aceptación y asimilación de los fundamentos críticos de esta nueva tradición,
Ahora quisiera pasar a hablar, ya que este curso tiene talante de “taller”, del “caso español”.




EN ESPAÑA

En España, la crítica de arte desde una perspectiva de género es muy reciente, pues surge en los años 90. Y a pesar de que en este tiempo se han producido cambios sustanciales, sin embargo, el carácter autodidacta -dado el perfil precario de la disciplina en la enseñanza universitaria-, y su dependencia e importación de la teoría del arte internacional siguen formando sus señas de identidad, a pesar de tener que dar respuesta a las circunstancias concretas de este país.
El primer problema con que se enfrenta aquí la crítica de género es sobrepasar la base negativa de las “exposiciones de mujeres” que, bajo criterios políticos demagógicos comienzan a producirse en la década de los 80, básicamente a nivel municipal. Por poner un ejemplo, de entre lo que ha quedado documentado, pues la mayoría de exposiciones carecieron de catálogo, podríamos recordar “Mujeres en el arte español contemporáneo (1900-1984)”, en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid, en 1984, con 77 pintoras y escultoras seleccionadas, que presenta la aparente cara “noble” de lo que constituye siempre en este tipo de exposiciones un auténtico dislate. Siendo el único argumento de la exposición, el criterio sexista, con sólo una obra por artista, sea cual fuere la importancia de su trayectoria, el peso de la corriente artística a la que perteneciera en la historia del arte español del siglo XX, etc., con la devaluación global consiguiente de mezclar “lo bueno, lo malo y lo peor”, además, en el lujoso catálogo el comisario, Raúl Chávarri pretendía enaltecer los supuestos valores del arte (naturalmente) “femenino” desde una perpectiva no sólo patriarcal, sino incluso tardofranquista: como la intimidad, la representación de la infancia, etc., defendiendo su argumentación con la misma desfachatez que hipotéticamente se habría dado de proponer una muestra en torno a aquello que sin duda determinaría la confluencia creativa de los artistas españoles de ojos verdes en el siglo XX.
Una muestra coetánea, de 1984, realizada también por encargo político, como
“Arte español en el Congreso”, que pretendía dar cuenta del arte español contemporáneo, ofrece una pincelada sobre la realidad histórica de la situación de las artistas entonces, ya que entre 48 artistas de todas las tendencias sólo contó con cuatro pintoras (Amalia Avia, Carmen Laffón, María Moreno e Isabel Quintanilla). Lo que no dejaba de tener “cierto aire de modernidad” si miramos la generalidad de muestras producidas en décadas anteriores, que habitualmente fueron “exposiciones sólo de hombres”, aunque no se señalara en su título. Pero incluso una práctica habitual todavía en aquella década, como recuerda Marián L.F. Cao en su texto del catálogo de la exposición “Riques i Famoses” (Casal Solleric, Palma de Mallorca, 1996), en donde subraya que en algunas de las exposiciones más significativas al principio de esta década de los ochenta (como “1980”, u “Otras figuraciones”) hubo una ausencia total de artistas mujeres o una participación muy minoritaria (como en Madrid D.F.”, en la que sólo participó Eva Lootz); dándose esta discriminación en todos los sectores, ya que, por ejemplo, la muestra conceptual “Fuera de formato” también contó con sólo 3 mujeres de un total de 20 artistas. En esta línea, aún más sorprendente parece que en la primera I Muestra de Arte Joven, celebrada en 1985, en la que se seleccionó a 50 artistas, de ellos sólo 13 fueran mujeres, habida cuenta que desde finales de los setenta el porcentaje de estudiantes de sexo femenino en Bellas Artes comienza a ser igual y/o (posteriormente) superior a los de sexo masculino.
Todo ello habla no sólo del machismo resistente en la sociedad española, sino también de las dificultades de permeabilidad de la teoría y crítica de género durante la década de los 90 y hasta la actualidad. Hay que decirlo de una vez: en una situación francamente anómala respecto a otros países de nuestro entorno –sin exposiciones sumarias, históricas o antológicas-, el arte de género ha sido soportado como un mal menor que el mundo del arte español debía rendir para su aggiornamento, pero sin que terminara de calar el reconocimiento de su importancia (historiográfica, metodológica, productiva), minimizando sus iniciativas cuando no ninguneando obras y artistas a través de toda una serie de mecanismos: desde la (no) selección en concursos, becas y premios, a la (no) adquisición en las colecciones públicas y privadas que, al cabo, van sedimentando el arte de una época. De hecho, por poner un ejemplo, Fundaciones como Endesa o Coca Cola no incluyeron en sus colecciones obra de artista alguna hasta 1994. Y en mi opinión esta anomalía tiene que ver también con la falta de preparación y el simple desconocimiento de los jurados y asesores de los criterios que aporta la teoría de género, desacreditando el neutro “Criterio de Calidad”.
La sombra de esta situación paródica se alarga cuando alcanza a esa crítica de arte no especializada, frecuente en nuestro país, prácticamente carente de revistas y medios de difusión, debate y control específicos. Cuando en 1993 se inaugura “100%”, la que podemos considerar la primera exposición de arte de género en nuestro país, un periodista (Ignacio Camacho) escribe en su columna del Diario 16 de Málaga (24/9/93): Cito: “Para cierto feminismo militante, la discriminación positiva implica la clemencia con los resultados, y por ahí no paso. Un cuadro malo es malo lo pinte una mujer, un hombre o Bibi Andersen con el capullo que enseña en la última película de Almodovar. Y lo que hay reunido en Sevilla bajo el significativo epígrafe de “100%” es cien por cien deleznable”. Esto, a pesar de la impecable selección de artistas, entre las que ya se encontraba Pilar Albarracín, por ejemplo (junto a Nuria León, Salomé del Campo, Nuria Carrasco, Encarni Lozano ...), llevada a cabo por la comisaria Mar Villaespesa, que además ofrece en el catálogo un texto propio donde se sientan bases firmes para la crítica de arte de género en nuestro país, en su preciso marco posestructuralista, e incluye una selección impagable de textos -hasta entonces inaccesibles en castellano- de la teoría feminista y de arte de género.
Por otra parte, lo que hace Villaespesa es levantar acta de lo que está ocurriendo en nuestro país: donde las jóvenes artistas incorporan su proceso creativo en una tendencia que consideran tradición propia y marco adecuado para dar respuesta a las cuestiones que ocupan a artistas y críticos en el panorama internacional.
A “100%” van a suceder una serie de exposiciones colectivas, hasta la actualidad, en donde destacadas críticas y comisarias se han empeñado en sedimentar y contribuir a profundizar en los diversos aspectos y problemas de los que anteriormente hemos hablado.
Por destacar aquellas que me parecen de mayor interés,
El cuestionamiento de la identidad es el argumento central de “Territorios indefinidos”, Elche, 1995, comisariada por Isabel Tejeda; así como, en una versión más débil, de “Cómo nos vemos. Imágenes y arquetipos femeninos”, l’Hospitalet, Victoria Combalía, 1997; los aspectos más narrativos fueron indagados por Alicia Murría en “Mujeres que hablan de mujeres”, Tenerife, 2001. Y, centrándose en el tema del cuepo de la mujer como un aspecto principal de la dominación masculina, “El bello género”, celebrada en la antigua Sala de Exposiciones de la Comunidad de Madrid en 2002 y comisariada por Margarita Aizpuru con la colaboración de Berta Sichel, para la selección de vídeos.
Por otra parte, subrayando el aspecto sociopolítico, Rosa Martínez reunió en “Mar de Fondo”, celebrada en el entorno del Teatro de Sagunto, en 1998, a un grupo de artistas mediterráneas (además de España-Valencia, Grecia, Egipto, Israel, Turquía e Irán) para realizar una serie de intervenciones cara a proyectar la visión personal de las divergencias económicas, políticas y sociales, con sus aspectos más contradictorios.
En esta línea, también, si se me permite, quisiera mencionar el argumento central de la exposición que yo misma comisarié este año para la Sala Alameda de Málaga, “Extraversiones”, donde intenté en hacer hincapié en el paso de un buen nutrido grupo de artistas en España que, tras haber asumido el cuestionamiento de género y los temas asociados de identidad, corporalidad, etc., han girado en su trabajo hacia un interés creciente por los intersticios entre lo privado y lo público a través de estrategias tanto espaciales como narrativas.
Quizá, y de manera muy polémica, pero también por su impresionante impacto mediático, la más importante y reciente manifestación del arte de género en España fue el conjunto de exposiciones que formaron parte de la feria PhotoEspaña 2002, titulada “Femeninos” por su Directora Artística, Oliva María Rubio. Polémica, porque desde un principio con el propio título ya que se quería marcar un distanciamiento con la poética feminista, acogiendo también varias muestras que evidenciaban el rol de objeto de la mujer en la representación fotográfica durante el siglo XX. Sin embargo, en el intento de cubrir la pluralidad de las imágenes de las mujeres, ciertamente hubo oportunidad de ver variadas exposiciones con obras de importantes artistas sólo conocidas en nuestro país a través de reproducciones y colectivas planteadas en términos estrictos de género y transgénero.
En este terreno, también cabe destacar la exposición “Zona F”, celebrada en el EACC de Castellón, en el año 2000 y comisariada por las artistas, críticas y docentes Helena Cabello y Ana Carceller, en donde se subrayaba la pluralidad del feminismo y la feminidad y la masculinidad como categorías abiertas, construcciones sociales en permanente movilidad. “Zona F”, por tanto tenía que ver con dos exposiciones anteriores, que abordaban desde una perspectiva nacional e internacional la quiebra de la simetría entre sexo y género como “Transgenéricas”, en el Centro Koldo Mitxelena de San Sebastián en 1999, comisariada por Juan Vicente Aliaga, con la contribución de Mar Villaespesa. Y también con la que allí se habría celebrado dos años antes, en 1997, “El Rostro Velado. Travestismo e identidad en el arte”, comisariada por J. Miguel G. Cortés, posteriormente responsable en el centro que dirige, el EACC de Castellón, de “Héroes Caídos. Masculinidad y representación”, celebrada el pasado año.
A este elenco, cabría añadir la contribución de Rafael Doctor, como responsable a finales de los 90 del Espacio Uno del RS, muy interesado con las vinculaciones entre género y cultura de club. Y también el soporte que desde La Gallera supuso para muchas propuestas individuales el trabajo de Agustín Pérez Rubio, que recientemente ha presentado la controvertida “Chicos malos” en la Bienal de Venecia.
En definitiva, ¿cuál es el estado actual de la crítica desde una perspectiva de género en España?
Después del listado anterior, se diría que goza de buena salud: existe una capa crítica comprometida, como hemos visto, con la perspectiva de género y que ha llevado a cabo proyectos en los que se ha sedimentado y difundido su complejidad. Tan importante como eso, es que estos críticos – a los que cabría añadir algunos más, como David Pérez, .... - lógicamente no olvidan la perspectiva de género en el resto de sus proyectos.
Sin embargo, y ya para terminar, quisiera alertar de algunas de las sombras que, en mi opinión - y ofrezco estos apuntes a modo de introducción al debate con los aquí presentes-, presentan un panorama bastante menos optimista.
Lo que tienen en común las exposiciones que he mencionado es que todas ellas se han celebrado en instituciones periféricas, con la desigual suerte que ello ha provocado en su impacto mediático, habida cuenta la generalizada falta de sensibilidad en las redacciones de los medios hacia determinadas expresiones artísticas y la frecuente carencia de formación de periodistas y críticos, que a menudo parecen verse obligados a repetir el nombre cuando se trata de una artista, a la que suelen ver más joven que a sus colegas coetáneos. Por tanto, si por un lado puede juzgarse como pujanza de la crítica de género en la última década en nuestro país, de otro puede considerarse al tiempo como un fenómeno en los márgenes. (Aunque esto entra en una discusión más amplia sobre la dialéctica centro/periferia en el panorama artístico español de los últimos años). Los principales museos de orden nacional o autonómico, llámese CGAC, IVAM, MACBA o Reina Sofía, a pesar de celebrar exposiciones individuales de destacadísimos artistas en esta tendencia (como Eva Hesse, Martha Rosler, Bourgeois, o recientemente el fallecido Pepe Espaliú), parece que no han juzgado oportuno ofrecer muestras colectivas, antológicas, retrospectivas, etc., que respaldaran y difundieran la importancia germinal del arte feminista y la centralidad del arte de género en el arte contemporáneo.
En sintonía con el posicionamiento de esa selección crítica –muda pero decisiva- que hace el mercado. Pues, salvo excepciones como, por poner un ejemplo, la galería Espacio Mínimo en Madrid, visiblemente comprometida con versiones de esta tendencia, el galerismo español, aunque vaya acogiendo artistas cuyo trabajo está inscrito en el conjunto de cuestiones asociadas al género, se resisten de manera casi militante a aceptar su poética y, sobre todo, a admitir los criterios estéticos que comporta, atrincherándose en el manido CC, o criterio de calidad formal.
Creo que estas sombras alumbran la tarea a continuar en la permeabilidad creciente de la crítica de arte de género y su incorporación al discurso principal.