AUTO. Sueño y materia. La cultura del
automóvil como territorio crítico y creativo, Laboral, Los Prados 121, Gijón.
Hasta el 21 de septiembre 2009.
Comisario: Alberto Martín
Publicado en
El Cultural,
sup. Cultural de EL MUNDO, 22 de mayo de 2009, pp. 32-33.
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La carrocería hueca de un “escarabajo” abandonado a un lado del
solar que ocupa Laboral y dos bidones inestables sobre la esquina de la
cubierta del volumen arquitectónico que sirve de entrada al centro –ambas,
obras de Etienne Bossut- Avisan. El sueño ha quedado en cáscara vacía y la
materialidad del máximo objeto del deseo humano durante el siglo XX, sometida
al desguace: parodiada y deconstruida. Esto es lo que comparten las casi ciento
veinte obras realizadas por más de medio centenar de artistas en la última
década: el auto como problema y vehículo de incertidumbres de la sociedad actual.
“Objeto mágico” para Barthes y “metáfora total de la vida del hombre
en la sociedad contemporánea”, según Ballard, el automóvil ha acompañado la
marcha del arte contemporáneo. A comienzos del siglo XX, en la exaltación
maquinista, del motor y de la velocidad. Y la moda volvió durante las décadas
de los sesenta y setenta, desde la exaltación pop del consumo, a las
serigrafías de accidentes de Warhol. La performance de Chris Burden clavado
como un crucificado sobre el capó de un escarabajo reverbera en la chapa
agujereada a balazos de una tercera pieza de Bossut, ya en el espacio interior
del centro. Junto a otras versiones de automóviles a escala real, iconos del
arte reciente y que satisfará la pulsión del objeto con más sex-appeal en la vida contemporánea: el
Alpine Renault que Tobias Rehberger encargó reproducir en un taller “artesanal”
de Tailandia enviando sólo algunos bocetos e instrucciones; y los ya míticos
cochazos aplastados, montados uno sobre otro, y totalmente recubiertos de rojo
y rosa cosméticos de Sylvie Fleury, como símbolos del consumo, del deseo, del
lujo y del poder. Después, las sombras transparentes del coche en plexiglás de
Hervé Coqueret, el prototipo de juguete en madera lacada de Julien Opie y las
fotografías de dos esculturas en vaciado de automóviles realizadas en papel de
aluminio a cargo de Rhonda Weppler & Trevor Mahovsky, tienden a ir enfriando
esa pulsión de fisicidad. Pero todavía, con el fin de que la codicia objetual
no quede privada, sirviendo de nexo entre la compleja y muy plural
“argumentación” y el desenlace final -utópico e irónico, con piezas de
Panamarenko, Roman Signer y Xavier Veilhan-, encontramos el último prototipo del
UFO flotante de Erwin Wurm, el
creador del Fat Car que tan bien
reflejó la sociedad de la opulencia de final del siglo XX.
Pues la dificultad de esta exposición no era sólo la de seleccionar
obra entre la abundantísima producción en torno a la cultura del automóvil en
la última década; sino, sobre todo, desgranar, agrupar y relacionar tantas referencias
formal y conceptualmente hasta completar el territorio crítico en torno al auto.
Objetivos que aquí se cumplen con brillantez, sin que quede ningún ángulo ciego.
Los artistas descuartizan y aíslan elementos del automóvil: motores ostentosos
sobre peanas(Silvie Fleury), neumáticos cuyas huellas borradas y pintadas
hablan de tantos viajes y lugares (Thom Merrick, Betsabé Romero), y
prestigiosos logotipos desenmascarados (Roy Arden, Manolo Bautista, Miki Leal).
Otros, evidencian la psicopatología del automóvil: como en el vídeo de Annika
Larsson (Covered Car) quien lleva al
paroxismo el ritual del cuidado al automóvil como un estereotipo del
comportamiento masculino, que fetichiza el poder que otorga su posesión hasta convertirlo
en esclavo sumiso de la máquina. Un comportamiento que es llevado al ridículo
más absoluto por Franck Scurti en Dirty
Car, donde un hombre lame literalmente la carrocería.
Pero hay otras actitudes: la del niño aburrido sobre uno de esos coches
inmóviles pero que se agitan gracias a una moneda, registrada por Hans Op de
Beeck; la mirada nostálgica y ensoñadora de Zilla Leutenegger sobre las vueltas
en coche lúdicas, musicales y sin destino de los jóvenes; las competiciones a
modo de machadas de los chicos con
sus todoterrenos de último modelo a las afueras de Tel Aviv (Yael Bartana); el
prototipo de convivencia de pareja independiente, con sendos apartamentos y
garajes adosados de Alicia Framis; o el divertido vídeo sobre el aparcamiento
de June-Bum Park. E interesantes aproximaciones sobre las fronteras entre lo público y lo
privado, con la serie de Andrew Bush, que durante una década tomó instantáneas
de los conductores vecinos; y el vídeo de Corinna Schnitt, que grabó una
conversación intimista que termina viéndose como un islote rodeado del caos
circulatorio, al ir abriendo el plano. Y que da paso a un capítulo sobre el
tráfico.
Circunvalaciones,
embotellamientos y colapsos sin fin, componen un repertorio que cristaliza en formas trazadas con neón (Koen
Wastjin), arbitrarios vectores de colores (Maider López), acumulaciones (Jesús
Palomino) y remolinos de coches (Samuel Rousseau). La impactante iconografía
del accidente –Rut Blees Luxemburg, Jeremy Dickinson, Ange Leccia y las telas
de Dirk Skreber y de Pamela Wilson-Ryckman)- es ofrecida como pendant de las cadenas de montaje de la
industria (Stéphan Couturier) y de sus desechos, con excelentes fotografías de
Eric Aupol y Edward Burtynsky.
Pero quizá la imagen final más elocuente de que hoy nos hayamos
lejos del optimista furor por la velocidad -aludido por el tuneado de Juan
López en las paredes de la entrada-, sino que más bien estamos asistiendo al
canto del cisne de un modo de vida, de deseo y de consumo, sea la serie de
fotografías de Amy Stein, que fue recogiendo con su cámara a los que habían
quedado “tirados” en la carretera tras el Catrina: rotunda inversión del “on
the road” ligado al sueño americano y personificación de las consecuencias del
parón por el que, cada cual en su medida, nos encontramos ya todos desplazados.