Artistas junto al agua

A la playa. El mar como tema de la Modernidad en la pintura española, 1870-1936, Fundación Cultural Mapfre, Madrid
Publicado en “Libros”, suplemento cultural de LA VANGUARDIA, 24/11/2000
Decía Ramón Gómez de la Serna que “en las playas, nuestros zapatos se convierten en relojes de arena”. Esta excelente exposición es una invitación a bucear en el tiempo de la playa, cuando por primera vez la costa se convirtió en la escena de la modernización de la vida española y los pintores ofrecieron nuevos modelos de apreciación con sus marinas, género que a la sazón contribuyó de manera decisiva a la renovación de la pintura.
Aunque ambos guiones se solapan, la comisaria de la muestra, Lily Litvak -catedrática en la Universidad de Austin y ya conocida en Madrid por el éxito de una exposición anterior sobre “El jardín” en esta sala-, ha preferido primar los aspectos temáticos antes que estilísticos, con los que, sin embargo, se marca el inicio. La ruptura con la imagen del mar irracional y caótico del romanticismo parte del giro realista del belga Carlos de Haes quien, a través de su enseñanza en la Academia de San Fernando, influyó a los jóvenes pintores de la década de los ochenta, aquí con obras que se encuentran entre lo mejor del recorrido, como la limpia Playa de Aureliano de Beruete, autor también de la Playa de Eastbourne, con la que se nos indica también la importación de este tema al que, en contradicción con la topografía penisular de nuestro país, no se le había prestado atención hasta entonces.
Pero son los nuevos usos del mar -cuyas costas se habían usado tradicionalmente para el trabajo, el transporte y la guerra-, esto es, el ocio, el deporte y el turismo, alentados por la propaganda terapeútica de los balnearios; el veraneo, primero de las élites, y después la conquista democrática de la playa en los paseos de los domingueros; y las nuevas avenidas costeras y edificaciones, los puertos e innovadores artefactos navales contrapuestos a nostálgicas y curiosas miradas a antiguas usanzas de los viejos pobladores, los que se van entrelazando con las imágenes, en sucesivos estilos pictóricos (impresionismo, simbolismo, fauve ...), del mosaico de nuestras costas.
Pues, aunque representadas al completo (incluida la de Gran Canaria, reflejada por los vanguardistas Néstor Martín-Fernández de la Torre y Colachu Massieu), lógicamente, al enfatizar la idea de modernización, se ha destacado la pintura realizada en la costa cantábrica y el País Vasco, lugares iniciales del turismo balneario –del que fue cronista el asturiano Darío de Regoyos-; y a los pintores catalanes, que actúan en la época como auténticos descubridores de los placeres del Mediterráneo y de la invención de la Costa Brava como una nueva Arcadia. Es en este capítulo donde la muestra alcanza más interés en cuanto a la diversidad y a su nivel de interpretación. Se presenta, por ejemplo, abundante obra de artistas muy poco vistos en Madrid, como Nicolau Raurich, y se subraya la importancia de Eliseo Meifrén –quien presentó en 1889 una antología con sesenta obras sobre el mar, sin precedentes en Barcelona- entre los de la escuela de Sitges; sin olvidar a Dalí, cuyas raíces surrealizantes son inseparables de sus veraneos familiares en Port Lligat. Por otra parte, está muy bien trazada la nueva sensibilidad a la que responden: el hechizo moderno por el oleaje, en una época de cambios incesantes; la búsqueda de la espiritualidad en la naturaleza vírgen del mar balear, frente al materialismo de la Modernidad, en las telas barrocas y líricas, de Anglada y Mir; y la influencia de Whistler y las estampas japonesas, en el excepcional orfebre y pintor Lluís Masriera, a quien se debe la introducción de los esmaltes traslúcidos en España conocidos como “esmaltes de Barcelona”, aquí con las espléndidas Sota l’ombrel.la y Sombras reflejadas.
En todo caso, la imagen popular de las marinas como lugar de encuentro de las variaciones atmosféricas y sociales de principios de siglo corresponde a los pintores valencianos: a las muchedumbres de Cecilio Pla, y la visión de la playa como recinto maternal de Sorolla, con sus escenas íntimas de mujeres y juegos infantiles en la arena de Jávea. Estos, junto a Pinazo, componen la tríada protagonista de un apartado muy especial en esta exposición: la revalorización del pequeño formato o marinas en tablillas (papel o lienzo sobre madera o cartón), generalmente consideradas apuntes y excepcionalmente denominadas “notas de color” en el caso de Sorolla, pues cuenta con más de dosmil en su catálogo. Pero que, como se defiende aquí, más bien es preciso considerarlas un subgénero, con sus propias características, tal como parece haber sido consciente de ello Pinazo, que ya en 1891 las fecha y firma, como queriendo afirmar su vanguardismo contra los usos del yugo academicista. Pues el pleinarismo que acompañó a las marinas de playa fue para los artistas un modo más libre de disfrutar y ejercer la pintura.

ANGLADA: Aficionado al buceo, solía recorrer las calas de la bahía de Pollença con una barca a la que había adaptado un visor de cristal con el que observaba los detalles submarinos que después pasaría a sus cuadros, poblados de peces misteriosos, pólipos, madréporas y algas, pintados con irisaciones esmaltadas, apropiadas a su “isla de nácar”.
RUSIÑOL Y MIR: Cuenta María Rusiñol cómo ambos pintores disfrutaban diariamente contemplando las espectaculares puestas de sol en el mar: aplaudían si la luz del ocaso era de su gusto, gritando “que salga el autor” o pateaban y reclamaban “que nos devuelvan el dinero” si una nube interrumpía el espectáculo. Pero mientras Rusiñol escribía su Isla de la calma, Mir pintaba desde escarpados acantilados.
MIR: “Los primeros días que pasé en la isla representaron para mí un cambio de ambiente tan fuerte que llegué a desorientarme completamente ... Me encontré frente a un paisaje horrorosamente bello, con un colorido que incendiaba la vista. Quedé plantado en el suelo, trémulo de emoción, sentí en mi interior, por un momento, el deseo irrefrenable de arrodillarme; besé con fervor de unción y de entusiasmo delirante las hierbas, las piedras, la tierra de aquella montaña ... y ésta fue mi conquista de Mallorca”. Buscando la soledad y la lejanía, cada día más obsesionado, se trasladó a la Calobra, minúsculo poblado de ocho o diez chozas. Vivió allí lagos meses, sin comodidades, en estado de delirio y ebriedad.
SOROLLA: En 1915, buscando un emplazamiento para representar a Cataluña, para su encargo de los paisajes de España de la Hispanic Society, después de visitar el puerto de Barcelona y Montserrat, los descartó por un paisaje de playa. Pero ni Arenys de Mar ni Sitges, sugerido por Rusiñol, acabaron de gustarle. Finalmente, eligió la costa de Santa Cristina, a 70 km de Barcelona: “es una maravilla, grandes pinos sobre el monte, con escollos claros de color, sobre una mar maravillosa de azul y verde. Algo griego y estupendo”, escribió a su mujer.
PLA: Las marinas muestran la moda de entonces. La bañista del gorro rojo (1924) de Cecilio Pla refleja la entrada de esta nueva prenda en el mercado.