Color incendiado, Sam Francis

SAM FRANCIS. Pinturas 1947-1990, MNCARS, Madrid
Publicado en “Libros”, suplemento cultural de LA VANGUARDIA, 30/6/2000

La pintura en gran formato de Sam Francis (California, 1923-1994) es el objeto de esta muestra producida por el MOCA de San Francisco como un homenaje al que fuera uno de los primeros patrones del museo y que llega a Madrid para completar la retrospectiva de obra sobre papel que se mostró en la Sala de Cajamadrid hace tres años. Pero si entonces se insistió en el trasfondo jungiano de este expresionista abstracto europeizado, ahora el propósito del comisario William C. Agee es hacer un balance positivo de su pintura para recobrar la importancia de las telas del último periodo. Pues, considerado el pintor vivo más cotizado a mediados de los cincuenta, la crítica comenzó a disentir de su trabajo una década más tarde. Y como no podía ser menos, para “mausolear” su obra, la interpretación rige en clave formalista: greenbergiana avant la lettre. Sin embargo, a la postre, al espectador le quedará la duda sobre la certeza de su acercamiento global a Francis: al quedar excluidos el muralista de importantes edificios públicos en Tokio y Nueva York o el artista que pintaba sobre la nieve y el cielo con espectáculos de luz en los sesenta; y en todo caso, el hombre cuyas inquietudes iban desde la fundación de una importante editorial, The Lapis Press, dedicada a publicar desde libros de arte a filosofía o psicología, a la creación de diversas fundaciones interesadas en la energía eólica o las enfermedades medioambientales. Infatigable activista y viajero, residente en París, Tokio y California, su variado despliegue vital facilitó que parte de la crítica tachara su obra de “emocionalmente superficial”, esto es: decorativa.
Aunque su acercamiento a la pintura fue propiciada por la enfermedad y esa fe en el valor terapeútico del arte fue renovada a lo largo de su trayectoria con intermitentes periodos de abatimiento, pocas trazas mórbidas quedan en sus telas. Después de sus primeras aguadas en negro (utilizado frecuentemente entonces: Pollock, de Kooning, Kline, Motherwell, Reinhardt) , su traslado a París en 1950 revitalizará la impregnación de su aprendizaje en el Californiia School Of Fine Arts de California, donde enseñaban los geniales coloristas Rothko y Still. En París, Francis vuelve sobre la tradición del color transmitida en Estados Unidos por Hofmann: Matisse, Monet ... y las leyes del color descubiertas por los impresionistas acerca de las armonías, por analogía y contraste, entre los colores contiguos y distantes en el espectro. Pero también, gracias a una amplia exposición de Malévich en 1950, descubrirá la rotundidad de los colores primarios y la estabilidad del cuadrado en la composición: “Yo no soy más que un amante de Malévich”. A cambio, Francis ofrecerá la experiencia visual de las primeras telas en gran formato que se harán familiares una vez importados a los de la Escuela de Nueva York pero que tuvieron que causar gran impresión en un momento en que abundaban las obras íntimas y existenciales del arte europeo de posguerra.
Rojos, amarillos, azules. La evolución de la pintura de Sam Francis discurre desde la densidad al vacío del blanco apenas contenido en los bordes de la tela por ritmos vibratorios de color, en pleno auge del minimalismo. Después, sus cuadrados sobre retículas romboidales, círculos y enrejados se verán enriquecidos por las técnicas del grabado, al que desde la fundación del taller The Litho Shop en 1970 se entrega febrilmente. Los colores se hacen translúcidos al aguar la pintura acrílica y sus franjas admiten varias impresiones, mientras van quedando los surcos del goteo, intensificando las cualidades vibratorias del color, “luz incendiada”. En los últimos años, hay en su pintura una reflexión explícita acerca de sus fundamentos espirituales. La búsqueda de los elementos y arquetipos del imaginario onírico universal según la síntesis zen-jungiana por el que se le había reconocido en Japón como el gran artista americano del siglo, cedió al reconocimiento de sus grandes héroes en la tradición visionaria occidental. La “Tumba de Blake” (1989), en la que su ánima queda encerrada en una orla roja, exhibe la fluidez orgánica de aquel tachismo de Tapié que a través de Sam Francis comprendemos que abarca desde Michaux a Miró. Más sensible al surrealismo germinal del expresionismo gestual que alumbró el inicio de su pintura, Francis al final terminó danzando sobre la tela en el suelo, realizando Pollocks póstumos a modo de homenaje que podrían contarse entre las mejores superposiciones de planos fluidos sobre el vacío de su época clásica. En conjunto, el interrogante que plantea la obra de Sam Francis versa sobre la cualidad emocional del color y las misteriosas leyes (¿compositivas? ¿gestuales?) que pueden llegar a configurar su excelencia estética.