El paisaje que forjó la identidad norteamericana

Explorar el Edén. Paisaje americano del siglo XIX, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Publicado en “Revista”, suplemento semanal de LA VANGUARDIA, 10/12/2000

El mito de la tierra prometida, la identificación de la Naturaleza virgen con el Paraíso, el origen de la idea de América como el pueblo elegido destinado a una misión moral, esto es lo que el espectador podrá explorar a través de más de sesenta obras de paisajistas norteamericanos del XIX en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Se trata de la primera muestra monográfica en nuestro país y además en un marco excepcional, ya que el Barón Thyssen-Bornemisza, coleccionista de pintura norteamericana desde los años cincuenta, ha sido pionero en Europa, donde este capítulo de la historia del arte del siglo XIX sigue siendo prácticamente desconocido. Ahora, la continuidad en la colección de su mujer Carmen, subraya la excepcionalidad del museo madrileño, que dispone de dos salas dedicadas a esta pintura en la colección permanente, y la importancia de la contribución de su programa de exposiciones, ya que, como en esta ocasión, se pone al alcance del ojo aquello que hasta ahora sólo podía ser contemplado en los museos norteamericanos. De aquí la sencillez del argumento de la muestra, que plantea un recorrido cronológico, desde Thomas Cole, iniciador del género a partir de 1820, hasta el final del siglo protagonizado por el más conocido de los pintores norteamericanos del XIX, Winslow Homer. En su transcurso, sin embargo, es donde brilla, como acostumbra, su curador, Tomás Llorens que, asistido por Barbara Novak, ha desbrozado la abundancia de este género muy popular a mediados del XIX, delineando sus principales tendencias y artistas, en virtud, en último término, de su calidad.
Como toda nueva tradición, el paisajismo norteamericano del XIX surge como un rechazo a la pintura de paisaje europea. Para Thomas Cole (1801-1848) la inmensidad de la naturaleza de América requería “un estilo elevado de paisaje” con un contenido moral similar al de la pintura de historia. Pues precisamente era esa falta de historia, que en contraste salpicaba los paisajes románticos de los nacionalismos europeos, lo que garantizaba su misión moral de acuerdo con Emerson: “El ministerio más noble de la naturaleza es testificar la presencia de Dios”. De Cole, por tanto, arranca la identificación de la tierra prometida con una nueva nación de pioneros, destinada a llevar a cabo designios utópicos.
Las raíces del arte norteamericano
El orgullo de una naturaleza virgen, sin cultura, fue el punto de apoyo para Durand, Church o Bierstadt, encuadrados en la Escuela del río Hudson, pero cada uno ejemplar de actitudes diversas pero complementarias en la tradición artística norteamericana. En Asher B. Durand (1796-1886), compañero habitual de excursiones junto a Cole, prima la verdad de la observación, en consonancia con el pragmatismo de William James, de enorme influencia hasta ahora en la cultura norteamericana, quien subraya la importancia del “aire libre y las posibilidades que ofrece la naturaleza frente al dogma, la artificialidad y la pretensión de finalidad en la verdad”. Para Durand la composición siempre se construye a partir del estudio de los elementos, lo que le lleva a realizar largas series de dibujos tomados del natural, con excelentes ejemplos en esta muestra. Aun compartiendo este mismo afán naturalista, Frederic Edwin Church (1826-1900) combina el detalle con los grandes efectos de resonancia romántica. Al margen de la huella en algunas de sus obras, pobladas de crucifijos y montañas siguiendo el dramatismo del alemán C.D. Friedrich, Church se sumó a la fiebre de los exploradores de la segunda mitad del siglo (recordemos que sólo en 1893 F.J. Turner declaró que el país había sido explorado y poblado de costa a costa). Pero, a diferencia de Albert Bierstadt (1839-1902), popularizador de las vistas grandiosas del Oeste americano, Church viajó de norte a sur del continente, desde el Ártico a América Central y del Sur, abarcando lo propio y lo ajeno, lo familiar y lo extraño, lo que le mereció la fama de pintor de “espiritu indómito”, cuya valentía se plasmaba en un estilo enérgico, dinámico, en suma, varonil: un mito de la figura del artista norteamericano que rentabilizaría con gran éxito Jackson Pollock un siglo después.
Frente a estos, los artistas agrupados hoy bajo el “Luminismo” fueron percibidos en su propia época como pintores dotados de un lenguaje menor, más apacible y subjetivo, es decir, “femenino”. Su actitud hacia la naturaleza comparte el mismo sentido transcendente, aunque de una espiritualidad más extrema y concentrada, basada en los valores puritanos del silencio y la desaparición del sujeto. En contraste con la retórica extrovertida y viajera de los “vaqueros”, perfilan el objetualismo de la mentalidad agraria que reitera una y otra vez los paisajes próximos, expresando la necesidad de cosas tangibles ante un continenente desconocido y una nación que sufría a marchas forzadas el proceso de industrialización. Martin Johnson Heade (1819-1904), unido al primer movimiento conservacionista de la naturaleza, Fitz Hugh Lane (1804-1865) y, sobre todo, las excelentes telas de John F. Kensett (1816-1872), con sus composiciones de pulida geometría que congelan en un instante atemporal sus apacibles vistas de lagos cristalinos, iluminan la herencia de una nueva versión de lo sublime que germinará en la abstracción norteamericana posterior, de Rothko a Agnes Martin.
Nostalgia romántica
Ni unos ni otros, sin embargo, intentaron reflejar la realidad, los cambios irreversibles que estaban haciendo historia en la Tierra prometida. A diferencia de los fotógrafos, que recogían testimonios de la cruel colonización, la guerra civil (1861-1865) y las nefastas consecuencias de la posterior “Era Dorada” de los especuladores, los paisajistas americanos decimonónicos, como ha afirmado Stephen Koja, pintaron “conceptos, sueños y convicciones” acerca de una naturaleza que ya estaba desapareciendo.
La nueva clase industrial y cosmopolita olvidó pronto a estos maestros, padres constituyentes del simbolismo nacionalista, para nutrir sus colecciones en Europa, donde ninguno de estos pintores tuvo aceptación, a pesar de que muchos de ellos atravesaron el Atlántico en varias ocasiones. Sólo el paisajista Winslow Homer (1836-1910), contemporáneo estricto de Henry James, que adoptó el estilo impresionista vía la herencia británica de Turner, alcanzó el éxito a ambos lados del océano. Sus marinas a acuarela, su fijación por el mar, a diario presente desde su estudio en la Costa de Maine, reeditaban el mito del origen para el continente americano. Pues antes de conquistadores, exploradores y granjeros, el mito de la identidad norteamericana, de un pueblo libre en una tierra virgen prometida por Dios, está ligada a la aventura del mar, exaltada por Melville, Stevenson o Whitmann.
Recuperada y muy revalorizada en el mercado recientemente, esta pintura se está incluyendo en muestras estelares como “The New World in the 19th Century Painting”, el año pasado en Viena, “Cosmos” (Montreal, Barcelona y Venecia) y “The American Sublime”, que se presentará en la Tate Gallery londinense en el 2002.
Rocío de la Villa


ILUSTRACIONES

Thomas Cole, El viaje de la vida: Juventud, 1842. Óleo sobre lienzo, 134 x 195 cm. National Gallery of Art, Washington.
La serie El viaje de la vida (Infancia, Juventud, Madurez y Vejez) presenta la alegoría del tránsito por el río de la vida, un viaje iniciático que con sus espejismos y desafíos desemboca en la promesa de la salvación eterna.


Asher B. Durand, La primera cosecha en la tierra virgen, 1855. Óleo sobre lienzo, 81 x 122 cm. Brooklyn Museum of Art, Nueva York.
El sol, iluminando esta primera cosecha de la tierra colonizada, simboliza a Dios que bendice el destino de prosperidad de los nuevos pobladores ante un paisaje selvático, óscuro, aún sin explorar.

John F. Kensett, El lago George. Estudio libre, 1872. Óleo sobre lienzo, 25 x 36 cm. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York.
El lago George, mítico escenario de El último mohicano de J.F. Cooper y para Thomas Jefferson “sin comparación, el agua más hermosa que he visto nunca”, fue pintado por Kensett durante los últimos treinta años de su vida.


Frederic E. Church, Paisaje costero, Mount Desert, 1863. Óleo sobre lienzo, 92 x 122 cm. Wadsworth Atheneum, Hartford, Connecticut.
El pintor nos sitúa ante la violencia de la naturaleza. Con la roca en primerísimo plano, todavía rezumando agua del último embate, el espectador accede a la fantasía de ser arrastrado por las turbulentas aguas en un próximo oleaje.


Fitz Hugh Lane, Brace´s Rock, 1864. Óleo sobre lienzo, 25 x 38 cm. Colección Mr. Y Mrs. Harold Bell.
Lane, máximo exponente del “luminismo”, representa la tendencia “femenina” y considerada entonces “menor” del paisajismo norteamericano del XIX. La quietud y transparencias cristalinas muestran una naturaleza aparentemente cercana y al tiempo irreal y atemporal.


Albert Bierstadt, Tormenta en las montañas, c. 1870-1880. Óleo sobre lienzo, 96 x 152 cm. Museum of Fine Arts, Boston.
El carácter mágico e inabarcable del Oeste americano fue difundido con éxito por el Bierstadt, quien pretendía poner de manifiesto que las viejas categorías europeas de lo pintoresco y lo sublime resultaban insuficientes en el Nuevo Mundo.


Frederic E. Church, Selva tropical, Jamaica, 1865. Óleo sobre papel, 30 x 51 cm. Cooper-Hewitt, National Design Museum, Smithsonian Institution, Nueva York.
Viajero impenitente, siguiendo los pasos de Humboldt de norte a sur del continente americano, el pintor halló en Jamaica su propia terra ignota. Allí cambió su mirada naturalista por una actitud más empática.

Winslow Homer, El viento del Oeste, 1891. Óleo sobre lienzo, 76 x 112 cm. Addison Gallery of American Art, Massachusetts.
Los viajes de Homer a Europa, en 1866 a la Exposición Universal de París, y en 1882 a Londres, supondrán la confluencia de la pintura de paisaje norteamericana con el posimpresionismo simbolista europeo.

Winslow Homer, Luz de luna, Faro de Wood Island, 1894. Óleo sobre lienzo, 78 x 102 cm. The Metropolitan Museum os Art, Nueva York.
El pintor, residente en la Costa de Maine desde 1883, hizo del mar el tema central de sus obras. Según su primer biógrafo, Homer pintó este cuadro en cuatro o cinco horas, “a la luz de la luna y nunca volvió a retocarlo”.

Winslow Homer, Descenso por los rápidos, Río Saguenay, 1905-1910. Óleo y tiza sobre lienzo, 76 x 122. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York.
Aficionado a la pesca, Homer eligió los bosques, lagos y ríos vírgenes de Quebec, Canadá, para sus vacaciones. Entonces tomaba apuntes en acuarela que después trasladaba a sus cuadros. La fuerza de la naturaleza se opone aquí a la heroicidad viril de los exploradores.