El siglo de oro napolitano

Seicento napoletano. Del naturalismo al barroco, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.
Comisario: Nicola Spinosa
Publicado en Cultura/s, 2 de julio de 2008

Cuenta la leyenda que Caravaggio, tras asesinar a un tal Tommassoni, su adversario en una partida de pelota, el 29 de mayo de 1606 huyó de Roma, refugiándose en Nápoles durante un año. Una estancia que será decisiva para el destino de la pintura en lo que se ha llamado, en paralelo al nuestro, el Siglo de Oro napolitano. Durante el siglo XVII y bajo el virrenaito de la Monarquía Hispánica, Nápoles se convierte en una de las principales ciudades europeas en extensión, como puede comprobarse en la curiosa “Vista de Nápoles a vista de pájaro” de Didier Barra, y en florecimiento económico. Lo que auspicia un nuevo coleccionismo de altos funcionarios, burgueses y comerciantes, presidido por nobles españoles, como el Duque de Osuna, el Marqués de Carpio, el Duque de Alcalá y el Conde de Monterrey que apreciarán el naturalismo impuesto por Caravaggio sobre Caracciolo, Sellitto y Vitale. Uuna tendencia que se reforzará con la llegada a la ciudad en 1616 del español José de Ribera: pintor que, a pesar de su prolífica representación (¡en los pasillos!, por la entrada “alta” de la puerta de Goya) en el Museo del Prado, nunca nos cansamos de contemplar.
La gran tela “Susana y los viejos” (1620) de José de Ribera –que apareció en una subasta en Sotheby’s en 2006 y nunca antes vista en España- es la protagonista sin rival del inicio del recorrido, pues Susana desprende esa rotunda verdad que nos hace reconocerla como una joven de nuestro tiempo, y su composición completa como lo que sería una obra modélica para aquello que la sensibilidad actual entiende por “neobarroco” contemporáneo: tan contrastada, tan artificiosa, con tal densidad de pastiche historicista, y esos viejos que se asoman sobre Susana amenazantes, en una auténtica mascarada. Otras obras de Ribera aquí son la sensual “Magdalena penitente” (1618), “San Antonio Abad” (1638) y la patética y depauperada “Santa María Egipciaca” (1651), rodeadas de los cuadros religiosos de los maestros naturalistas napolitanos Aniello Falcone, Massimo Stanzione y Francesco Francanzano, que no desmerecen en el uso del claroscuro del español.
A partir de esta primera tendencia naturalista, el comisario Nicola Spinosa, ya conocido aquí por su selección de “Obras maestras del Museo di Capodimonte” entonces bajo su dirección y ahora Sopraintendente del Patrimonio Artístico de Nápoles, ha escogido entre las mejores colecciones institucionales y privadas una cincuentena de las telas más sobresalientes de las sucesivas tendencias del siglo. Por lo que la exposición, patrocinada por la Fundación Banco Santander, sólo puede considerarse de una calidad excepcional, al lograr trazar un recorrido que si bien es ejemplarmente didáctico, destaca por la excelencia de cada una de sus obras: lienzos de gruesa trama y ricos empastes y veladuras, de un momento álgido de la pintura como objeto de deleite también táctil. De manera que de la mano de la tela “Sátiro y Ninfa” de Artemisia Gentileschi, que en su originalidad delata la ascendencia más fluida de Tiziano, apreciamos la complejidad de referencias que fue adquiriendo la pintura napolitana hacia mitad del siglo con otros “clasicistas” como Stanzione, Cavallino o Domenico Gargiulo, y la consolidación por fin de un barroco aéreo y luminoso con Mattia Pretti, Salvator Rosa, Francesco Solimena . Y, sobre todos éstos, el habilidoso Luca Giordano, que llegaría a tener tanta influencia en España, como recientemente ha vuelto a poner de manifiesto la exposición a él dedicada con ocasión de la restauración de los frescos de la bóveda del Casón del Buen Retiro. Por lo que el paseo por la muestra terminaría siendo un viaje de ida y vuelta, de intercambio entre la pintura española y napolitana, si no fuera por la última salita, dedicada al bodegón.
La sensibilidad barroca, tenebrista o solar, arrasó todos los géneros: religioso y mitológico, retrato y paisaje, pero con su énfasis al representar la mística a través de la carne y el espíritu por medio de la sensualidad, llevó al género del bodegón a un estatus que nunca había alcanzado antes en la historia de la pintura. A diferencia de las severas vanitas de extremo reduccionismo conceptual y formal características de los pintores barrocos españoles y de los lujosos y elegantes bodegones de los pintores de la burguesía centroeuropea, los napolitanos Forte, Recco, Ruoppolo y Belvedere se regodearon en un tipo de bodegón de impactante expresividad. Las flores en jarrones de los pequeños bodegones de Andrea Belvedere se ven marchitas y huérfanas, como captadas justo antes de desechar. La piel de los peces sangrantes y sucios de Giuseppe Recco aún brillan. En su gran tela, “Interior de cocina”, las vísceras de los animales abiertos en canal quedan al aire, con las telillas todavía blanquecinas, mezcladas con hortalizas, pescados, frutas y dulces, todo acumulado y dispuesto para preparar un gran banquete. Es un canto a la caducidad y al instante, al disfrute sensual de la vida pasajera, material y real.