Fascinados por el retrato. El espejo y la máscara

El espejo y la máscara. El retrato en el siglo de Picasso, Museo Thyssen-Bornemisza, Sala de las Alhajas, Fundación Caja Madrid, Madrid
Comisarios: Paloma Alarcó y Malcolm Warner
Publicado en El Cultural, 8 de febrero de 2007

La fascinación por el retrato se debe a su carácter de representación primordial. Ya sea como impulso originario, en la infancia, por su tendencia natural a imitar el parecido, o bien en el origen de las civilizaciones –para nosotros, es un invento griego-, el acto de retratar establece una comunicación básica entre los sujetos enfrentados: el ejecutante y su paciente, a los que engarza entre el momento efímero y su legado intemporal. Mediante el retrato, el arte ha reconvertido a escala humana, antropomorfa, a sus dioses e ideales y también, ha transformado en héroes a hombres por sus acciones meritorias. Como expresión del poder, a partir del Renacimiento y su definitivo giro antropológico, se convirtió en género mayor del arte occidental, que más tarde derivaría durante la Modernidad en esa persecución, cada vez más acuciante, de la peculiaridad individual y su penetración psicológica, lo que terminó por siituarle en el centro de la representación plástica durante el siglo XIX. Y que, a la postre, justificaría que el retrato sea el tema más revisitado en exposiciones o incluso objeto único de museos, como la recoleta National Portrait Gallery de Londres, que no sólo sigue sirviendo a la excelente tradición británica sino que incluso se ha visto revitalizada por la creciente preocupación ante la crisis del sujeto contemporáneo.
Coorganizada con el Kimbell Art Museum de Forth Worth, en Texas, la exposición comisariada por Paloma Alarcó y Malcolm Warner es la más ambiciosa de las que se han realizado hasta el momento en nuestro país en torno al retrato en el siglo XX, con ciento cuarenta y cinco obras de sesenta artistas. Y como ya nos tiene acostumbrados el Museo Thyssen pretende poner a examen una tesis: la pervivencia y fortaleza del género del retrato a través de las profundas transformaciones formales que marcan este periodo. En un extremo el espejo, como símbolo del protagonismo que cobra el autorretrato en el clima periclitado de fin de siglo, y en el otro, la máscara en la que desemboca el retrato del sujeto contemporáneo, desistiendo de su función de representación esencial, permanente y conmemorativa, conforman un recorrido en el que obras muy conocidas de grandes colecciones, pero apenas o nunca vistas en España, se alternan con hallazgos y acentos, dando como resultado un animado e interesantísimo discurso coral entre los artistas y los desdoblamientos que nos proponen. De manera que, a pesar de que inevitablemente cada cual echará a algunos en falta (lo que refuerza el argumento central de la muestra y, en todo caso, seguramente los reencontrará en los ensayos del excelente catálogo), en conjunto es un acierto de los comisarios el haber privilegiado con numerosas piezas e incluso series parciales a los grandes maestros retratistas del siglo XX: desde Van Gogh a Picasso, y consecutivamente Kokoschka, Kirchner, Beckmann, Giacometti, Freud, Bacon, Kossof, Hockney y Warhol, por avanzar lo más obvio.
Por otra parte, a pesar del guión básica –pero no estrictamente- cronológico, el visitante encontrará en las dos sedes en que se presenta esta muestra, dos planteamientos diferenciados. Si en el Museo Thyssen el acento está en demostrar cómo el retrato se erige en motivo de contestación y motor productivo de las vanguardias frente a los cánones de la tradición –con retratos estelares de Cézanne, Matisse, Braque y Miró-, decantando además la modulación emocional de este periodo, desde la ansiedad nerviosa de Schiele a la investigación formal, eufórica y colorista, para desembocar en el impactante autorretrato de Felix Nussbaum ingresando en un campo de concentración; en la Sala de las Alhajas de Caja Madrid se despliegan los modos del retrato contemporáneo –del perfil social a la vulnerabilidad del desnudo- al hilo de las transformaciones que plantean las imperantes técnicas mediáticas a la pintura (ya que, con sensatez, se ha excluido el amplísimo desarrollo que el tema del sujeto ha adquirido en vídeo y performances desde los años setenta). Entre una y otra, sin embargo, los juegos de identidad metafórica de Picasso, desde sus autorretratos juveniles ya disfrazado a las series diversas de sus sucesivas mujeres, lanzan un puente en el que se confirma, una vez más, su genialidad frente a la crisis de la representación modélica, sustituida por la única evidencia de la superposición de máscaras sobre el hueco: el vacío.
Andy Warhol, quien sin duda fue el otro gran impostor de la segunda mitad del siglo, dijo en una ocasión que estaba seguro de que al mirarse al espejo no vería nada: “La gente está siempre llamándome espejo, y si un espejo mira dentro de otro espejo ¿qué habrá de ver?”. En su serie en torno a la sombra, el rostro del artista va desapareciendo hasta aislar la figura de la ambigüedad y su misterio.