Gauguin, la evolución

Gauguin y los orígenes del simbolismo, Museo Thyssen-Bornemisza / Fundación Caja Madrid, Madrid
Publicado en Cultura/s, 13 de octubre de 2004
La exposición más importante de arte moderno en España en la presente temporada responde a un raro trenzado, excepcional y ejemplar. Inevitablemente masiva, se propone, sin embargo, como una tesis historiográfica de largo alcance, a examen en un simposium internacional que se celebrará a final de noviembre y donde se valorará si podría tambalear nada menos que la genealogía de la vanguardia. Además, sus cifras son impresionantes: un total de 186 obras, procedentes de 65 museos y colecciones privadas, un esfuerzo colosal – impensable sin la suma del prestigio internacional del Thyssen y el respaldo financiero de Caja Madrid- al servicio, no sólo de la demostración crítica de que en el simbolismo se halla el origen de la ruptura decisiva con la tradición artística desde el Renacimiento, sino sobre todo de su inteligibilidad cara al espectador medio, al que se le proporciona los placeres exquisitos del especialista. Por otra parte, urdida en torno a Gauguin, como héroe proteico de las profundas transformaciones, se trata en realidad de diálogos y contestaciones en un cuadro polifónico con sus maestros (Pisarro, Cézanne, Degas), coetáneos (Bernard, Sérusier, Denis), y sucesores (Bonnard, Vuillard, Maillol, ... hasta Picasso y la recepción del simbolismo en España). Es más, el planteamiento en sí mismo desprecia el mito del genio salvaje: digámoslo ya, esta es una exposición en torno al Gauguin anterior a Tahití.
Hablamos de la narración de una aventura, mostrada por su comisario, Guillermo Solana, a modo detectivesco, con el registro de recónditas piezas y los indicios más oscuros. Nada se ha escatimado para la reconstrucción de este cadáver exquisito. Todo ocurre entre 1884 y 1891. En sólo siete años, el retardado aprendiz de pintor, Paul Gauguin, se bate con sus principales maestros: Pisarro, el paisajista al que colecciona, copia y del que siempre admirará su ingenuismo; Cézanne, cuya reducción de la pintura al plano mediante pinceladas ordenadas al servicio de la composición, pese a “trabajar del natural”, el iconoclasta rebasará en su empeño humilis de emplear materiales y técnicas arcaizantes: la pintura a la cera, las preparaciones no oleosas y las superficies sin barnizar, subordinadas a un fin todavía más primitivo, la fascinación ornamental del arabesco; y finalmente, Degas, quien le ayudará a desprenderse del prejuicio de la representación bella del cuerpo humano.
Un único objetivo guía al artista: la conquista del primitivismo. Terra incognita hacia la que Gauguin se desplaza simultáneamente, en sus viajes a Martinica y después a la región bretona, en donde pretende integrarse como un rústico más: un hombre de instintos ancestrales. En 1888, a raíz de un encuentro con Gauguin, Sérusier pinta El Talismán, la primera tela abstracta. En ese mismo año, el ya maestro ofrece el experimento crucial de esta exposición, la Visión del sermón (1888), donde se condensan los dos argumentos que consolidarían la tesis renovadora del simbolismo: el de las superaciones formales, ejemplificada en este impactante cuadro a través del desprecio de la perspectiva, el uso de colores planos, como el bermellón puro utilizado para el fondo, y el silueteado de las figuras promulgado por Bernard, etc... Y el de la innovación semántica. Gracias a una técnica propia, fruto del nómada, como es la de guardar “documentos”, o fragmentos, para utilizar en ulteriores trabajos, la imagen contrapone, en una suerte de collage, dos mundos radicalmente distintos: el de la realidad y la leyenda sagrada, el de la inocencia y el combate del mal.
Ahora se masca la tragedia. El capítulo de esta exposición “Eva y los dioses” dedicado a mostrar la identificación que hace el artista, a través de esculturas y pinturas, de las mujeres como símbolo de lo irracional, evidencia al Gauguin más descarnado e innovador. Expresarse como un primitivo era para él también subvertir las convenciones representativas, sobrepasando la conveniencia hacia un plano amoral, en una revisión irónica y pervertida de la tradición pastoral, del todo inédita. El desnudo posterior que apenas disimula una fellatio de Ondina I y su pendant, el humillado Muchacho bretón desnudo, ambos de 1889, evidencian un faústico deseo de sumisión sexual, que es al tiempo deseo de sumisión de una tradición, la cristiana, ante la que el artista rivaliza como un nuevo Mesías, en misteriosos autorretratos. Irreverencia naturalista y religiosa que hará clamar al posimpresionista van Gogh, aún al servicio de la imitatio naturae. Ese mismo año, Gauguin ejecuta las zincografías de la Suite Volpini, su legado al simbolismo pictórico.
Tras su viaje sin retorno a Tahití, los juegos semánticos del simbolismo se vuelven casi siempre más previsibles: las “flores del mal”, eran sólo “flores”, y las denuncias del dolor, de Puvis de Chavanne a Picasso, se convirtieron pronto en la distorsión lastimera de una burguesía de fin de siglo, deseosa de huir, también a los paisajes de Oceanía. De ahí parte la condena al simbolismo, por retrógado, ante la lectura del progreso puramente formalista de la vanguardia, que llegó a velar la iconoclastia y libertad representativa de la poética de las ideas y el misterio.