Gonzalo Puch, el secreto del dibujante

Gonzalo Puch, Buscando en la zona (incidentes, apariciones), Galería Pepe Cobo, Madrid
Publicado en El Cultural, 24 de mayo de 2007

La intención de todo dibujante es echar un pulso y ganar a la “realidad”. No importa cuán expresionistas sean sus trazas, en el fondo la fe en el dibujo se enraíza en el poder analítico de la geometría y en sus secretos. El dibujante mira el papel blanco y ve una cartografía subyacente y ordenadora que casi nunca desvelará. La información casa mal con el dibujo, porque éste es proyección de una imagen mental, en el espacio interior. E incluso el mapa, que es quizá el dibujo que contiene mayor documentación, sigue conservando el carácter de pura imagen.
Hace algo más de quince años, Gonzalo Puch (Sevilla, 1950) abandonó la pintura, después de descubrir que la geometría cubista le permitía “abrir huecos dentro del mismo cuadro”. Y primero con esculturas y luego con instalaciones y fotografías, comenzó a materializar dibujos de su espacio mental, que ha intentado compartir como lugares poéticos de distanciamiento y enigmáticos e irónicos comentarios discrepantes de los parámetros habituales de nuestra representación de la realidad. Esa intención del dibujante Puch se convirtió en la decisión de llevarnos a su estudio, al ámbito del laboratorio, donde se indaga y se intuye: el lugar donde el artista comenzó a erigir sus dibujos, con estructuras de frágiles materiales blancos desembarazados de la bidimensionalidad del plano; la habitación de las arrugadas bolas de papel emborronadas de fórmulas, de las formas geométricas flotando.
Después de su breve incursión en la naturaleza con aquella serie fotográfica de charcos y pompas que pudo verse en Madrid, en el curso de la pasada edición de PhotoEspaña, Gonzalo Puch nos vuelve a meter metafórica y casi literalmente en el estudio, ahora con una instalación que recubre por completo el espacio de la galería, la incorporación de vídeos en pequeñas e insólitas ventanas y una serie de seis fotografías en cajas de luz que, a semejanza de las proyecciones, nos remiten a la experiencia de búsqueda. Pero también al descubrimiento del proceso del espacio construido en el que nos encontramos, de su deambular y del azar de su destrucción: como un castillo de naipes en el aire.
Dado que la primera impresión es que, entre aquellos planos límpidos e inesperados reina el silencio de la luminosidad, avivada por destellos desde extraños vanos, cunde el efecto deseado del papel en blanco: la sensación de perplejidad y desorientación, de expectación en la pausa. Ahora ya estamos conectados a la representación del espacio mental, en suspenso. Hacia experiencias de curiosidad ingenuas y vírgenes, tal como humorísticamente parece experimentar en las fotografías el joven explorador del macuto, perdido entre la orografía y el pueblo y que felizmente arriba a conversar como un Romeo a la vera del ventanal de su amada. O también, como las jóvenes de los vídeos que experimentan acciones deslavazadas con bidones de agua en un laboratorio, o rodando sobre la hierba, en una escena estereotipada de la sensual nostalgia de libertad.
Otra vez, por tanto, la fluidez del agua y la vegetación junto al viaje geográfico y cognoscitivo, viejas fijaciones de Puch, que terminan resultando, por explícitas, lo más enigmático de su cartografía desordenada; y posiblemente, lo más complicado de compartir por el espectador. Incluso si es que, a estas alturas, todavía son algo más que meros pretextos de identificación de la autoría: es decir, selectos elementos dinámicos de fuerte contraste con el cartón piedra –cartón pluma- de sus escenografías.
Porque, para decirlo con claridad, en mi opinión, lo que interesa del trabajo de Puch es esa virtud de teatralidad arquitectónica, con vocación de subvertir códigos y tipologías de lo que denomina “saber enciclopédico heredado”. Y que en la otra mitad de esta muestra alcanza una muy lograda expresión al duplicarse –como una muñeca rusa- en las fotografías y vídeos que replican la propia experiencia del visitante en la galería, asomándose al espacio abierto tras una puerta y aludiendo a una secuencia de construcción y destrucción de todo el entramado. Evidenciando su desafío al “cubo blanco”.
La evocadora imagen, en una caja de luz, de la escalera vacía junto a la construcción de la frágil estructura -con toda la simbología que ello comporta- se completa con el vídeo en el que, en el espacio igualmente deshabitado y aparentemente sin motivo alguno, las delgadas paredes van desmoronándose, hasta su ruina total. Y precisamente, la fuerza de esta demolición espontánea no reside ni en su retumbar romántico ni en la poética del malestar de la cultura moderna del derrumbe y el escombro, sino en la aceptación del azar en la intervención de aquella elevada estructura ideal –impoluta y aséptica- pero que, abandonada en un silencio absoluto, en ausencia de la menor influencia y de manera imprevisible, se viene abajo por sí misma. Ahí queda un nuevo incidente sin desvelar, en el álbum de “visiones conceptuales” con sofisticado y elegante acabado de Gonzalo Puch. ¿O acaso se trata de un secreto complot? La sorpresa es la salida de la perplejidad sobre la ingrávida neutralidad del papel en blanco.