Humillados, ofendidos y víctimas del horror. Laocoonte

Laocoonte. Arte y violencia política, Artium, Vitoria
Publicado en Cultura/s, 8 de septiembre de 2004

La obra más pequeña es una tarjeta postal de las Torres Gemelas sobre las que en 1974 el artista-gurú Joseph Beuys escribió “Cosme” y “Damián”, aludiendo a los mártires cristianos que fueron crucificados sobre una hoguera, y cuyo fuego sólo abrasó a los curiosos del suplicio. Según Santiago de la Vorágine, entre los milagros de estos hermanos se cuenta la curación de la pierna gangrenada de un sacristán por la sustitución de la extremidad del cadáver de “un moro”, sustraída en el cementerio. Después de ver la efectista instalación de Francesc Torres, La furia de los santos, con los mártires barrocos suspendidos del techo, pero víctimas al cabo de la “razón de fé” del fundamentalismo católico, no es extraño sentir un escalofrío ante aquella imagen mínima.
Pues en esta exposición no se ha intentado mermar la hondura del argumento. Javier González de Durana, director de Artium y comisario de la muestra, ha partido de que hoy cada ciudadano puede identificarse con Laocoonte, víctima mítica de la violencia política, institucionalizada e ilegítima. Y como reconoce, “no es una exposición cómoda de ver”. Por ello, es un acierto del montaje el que se haya intercalado la serie de Los desastres de la guerra de Goya, acompañada de fotografías anónimas, a color y en 9X12, de atentados terroristas sucedidos en nuestro país, de enorme similitud formal. Porque así el dolor se hace íntimo, ahormando el eco de esa violencia que sabemos universal y atemporal. Pero ya desde la modernidad representada por los pintores vanguardistas como fenómeno local y actual. Para trasvestirse en la posmodernidad, en lengua planetaria, y al tiempo, en el habla de las “diferencias”. Habla muda, pues, como afirma Lyotard, “es propio de una víctima no poder probar que sufrió una sinrazón”. De aquí la importancia de esta muestra, que confía en la expresión de la imagen plástica ante lo que nos deja sin palabras.
En primer lugar, debido a la narcolepsia propiciada por la trivialización y la espectacularización rutinarias en los medios de masas, a través de ese zapping del Mal que intenta ser arma silenciadora de cualquier reacción ante la naturalización de la extensión de la violencia como estado inmodificable en nuestra época. Cuestión evidenciada por la proyección videográfica El aplauso de Antoni Muntadas, la gran tela al óleo Matanza en Racak de Simón Saiz Ruiz, el vídeo sobre la relación entre historia y televisión de Joham Grimonprez y las fotografías del irlandés Willie Doherty y de El Perro.
No menos sangrante es la amnesia, esa absurda amnistía o vacación de la memoria, que reparan mediante su justicia poética telas recientes de León Golub y el excelente vídeo-dibujo Felix in Exile de William Kentridge, pleno de lirismo. Junto a la serie Beirut de Gabriele Basilico, la instalación Madre-Patria 1492-1992 de Esther Ferrer, la serie Los muertos, con fotografías de las cien víctimas del terrorismo en Alemania desde 1967 hasta 1993, a cargo de Hans-Peter Feldmann, y los 3.000 huecos, sepulturas reservadas a los inmigrantes del Estrecho de Santiago Sierra. Mención aparte merece la auto-vídeoproyección de las mujeres de Tijuana, realizado por Krzystof Wodiczko en 2001.
En este panorama globalizador, el conflicto vasco queda referido más o menos directamente por Jon Mikel Euba, Txomin Badiola y Juan Luis Moraza, con fotografías de las miradas infantiles recortadas por pasamontañas, un icono también usado por Trockel en las obras de lana de su primera época. En la encrucijada entre arte político y de género, se encuentran además los trabajos de Mona Hatoum y la obra performativa Suicide bomb de Matilde ter Heijne, que reflexiona sobre el papel simbólico de las mujeres en los conflictos bélicos. En este contexto, el vídeo The Hero, con la imagen extática de Marina Abramovic sobre un caballo blanco ondeando una bandera de seda nívea en el el campo gaditano de Montenmedio, mientras se escucha el canto de un himno pacificador, es un bálsamo de esperanza.
No menos impactantes, a pesar de su vertiente estrictamente formal, resultan las obras de Roberto Longo, Bill Viola y Ruiz de Infante. Polisii, de Anika Larsson, con la ficción a cámara lenta de la represión policial al ritmo de taquicardia techno, es corporalmente inolvidable. Por último, la instalación de Rudolf Herz, Zwang, consistente en el empapelado repetitivo de los retratos de Hitler y Duchamp, sugiere la pregunta de qué hubiera pasado si el artista frustrado hubiese conseguido triunfar mientras el estratega de la teoría del arte hubiera aplicado sus movimientos de ajedrez en el tablero europeo. Si el arte no puede cambiar la vida, al menos sí puede contribuir a mejorarla, mediante el sentimiento y la reflexión. Como mínimo, como dice Susan Sontag, “nadie puede pensar y golpear al mismo tiempo”.