José Mª Sicilia, vibraciones orgánicas

José María Sicilia. Eclipses, Galería Soledad Lorenzo, Madrid
Publicado en El Cultural

José María Sicilia (Madrid, 1954) continúa siendo uno de los pintores más cotizados de nuestro país, y el día de la inauguración prácticamente todos los cuadros estaban ya vendidos. Pero es, además, uno de esos artistas que despiertan auténtica expectación entre sus seguidores, que admiran tanto su tenaz coherencia como su declarado estado de permanente incertidumbre. En esta ocasión, tras el intervalo bianual ya acostumbrado en la galería madrileña, el trabajo reciente irrumpe como una explosión de color y con una intensidad vibrante, visual y emocional, que a muchos hará recordar la calidad de experiencia de la exposición “Una tumba en el aire”, celebrada en esta misma galería en 2002, aunque bajo una distinta inflexión. Pues si en aquélla se celebraba la unidad, mediante corolas fulgentes, en rojos y amarillos, aquí se muestra la organicidad rizomática, explorando casi todas las gamas cromáticas. Se trata, además, de un periodo muy prolífico, con una quincena de obras en gran formato y otros veinticuatro cuadros de asequible tamaño que continúan la serie “Eclipse”, comenzada el pasado año y cuyas primeras obras –aquí ausentes- fueron expuestas hace unos meses en el proyecto “Las Mil y Una Noches” del CAAM canario, donde se revisó su producción de la última década.
“Las Mil y Una Noches”, y antes “L’Horabaixa” en el Palacio de Velázquez madrileño, así como “La luz que se apaga”, “Espejos” y ahora “Eclipses”, son títulos de muestras y series que insisten en subrayar la cualidad instantánea y fugaz de la luz. Una obsesión en Sicilia ligada al uso de la cera virgen, contenedor material donde el pintor logra la alquimia de esa aprehensión. El intento de capturar el instante lumínico equivale a pretender atrapar la vida misma y su palpitar. Con la inyección de los óleos en la espesura de la cera el pintor gana el intervalo de un espacio en el que quedan suspendidas las formas en vibraciones cromáticas cuya densidad es difícil de calcular, sin que esta torpeza óptica disminuya, sino que más bien acrecienta, la tensión dramática y el efecto emocional de la imagen. Al mismo interés por lo efímero hay que atribuir la elección de flores, insectos y mariposas, más o menos aludidos anteriormente, y siempre emblemas de la fragilidad. En estas obras recientes, se despliega un imaginario orgánico de evocaciones difusas, que van desde lo interior visceral a la mancha solar, crepitante; del espectáculo polifónico submarino, a la nocturna y cristalina vida microscópica. Y sus erupciones, fibras, corrientes y estallidos.
En conjunto, la exposición avala ya el dominio de Sicilia en esta técnica cerúlea que, en sus lapsos más mórbidos, había rayado la vanitas simple, la necrofilia del exvoto e incluso el pálido disparo mortal de la imagen fotográfica, si retrocedemos hasta la serie de “Sanlúcar de Barrameda”, a principios de los noventa. Tras las mencionadas corolas y con esta última serie, el pintor vuelve a demostrar la razón de su perseverancia, pues quizá sólo con la sabia combinación del líquido nutriente con los óleos a determinadas temperaturas y diversos niveles pueda conseguirse el efecto de vital metamorfosis y la complejidad y multiplicidad del movimiento orgánico. Otros recursos utilizados en algunas superficies, como restos de ceniza y pliegues epidérmicos, parecen sellar la agitación en su interior. A decir verdad, hay mucho más, pues en las pequeñas composiciones se encuentran numerosos experimentos. En todo caso, frente a la mayoría de estas imágenes al espectador no le costará identificar su experiencia emocional con las intenciones declaradas por su autor: “Cuando pinto … pienso en algo que ha de tener un alma, una frescura, y que el hecho de contemplarlo equivalga a una respiración”.