La naturaleza vivida. Corot. Naturaleza, emoción, recuerdo

Corot, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Publicado en Cultura/s, 20 de julio de 2005

El aprecio por la pintura de Corot, tantas veces declarado por el Museo Thyssen al incluir sus cuadros en diversas colectivas, ha desembocado al fin en esta primera gran retrospectiva en España. Se trata de una ocasión excepcional, dada la ausencia de Corot en nuestras principales colecciones. Además, el empeño es de envergadura, al intentar ir un poco más allá de lo que dio de sí la celebración del bicentenario de su nacimiento con la exhaustiva exposición itinerante en París, Nueva York y Otawa de 1996. Ahora, con ocho decenas de telas, podemos adentrarnos en el universo plural de este paisajista prolífico, del que aún se conservan casi cuatro mil cuadros -además de falsificaciones y copias de seguidores que el propio Corot llegó a firmar en vida-, y comprobar que fue mucho más que el pintor de las “brumas plateadas”. Siempre admirado, elogiado por los críticos coetáneos (Gautier, Thoré, Baudelaire, Champfleury …) y, tras su muerte, redescubierto como precursor del Impresionismo, la crítica moderna fue reduciendo su aportación a la historia de la pintura, para pasar a ser considerado “el último de los antiguos y el primero de los modernos”.
Devolver a Camille Corot (París, 1796-1875) a su época y mostrar sus distintas etapas y ambiciones artísticas ha sido el objetivo del comisario de esta muestra, Vincent Pomarède, conservador jefe del departamento de pintura del Louvre, al que acompañan, en el catálogo, la firma de un buen número de especialistas que no decepcionarán a estudiosos y aficionados. El recorrido combina la sucesión histórica con los lugares predilectos de este incansable viajero. Podemos contemplar los apuntes juveniles, conocidos por los impresionistas por la venta en almoneda de sus bienes tras su muerte, hasta convertirse en el Corot precézanne o precubista; para pasar después a las vistas de Italia, a donde viajó en tres ocasiones hasta hacer de ella su segunda patria; y disfrutar de los paisajes de Francia, que retrató de norte a sur hasta el final de su vida, a menudo con sus jóvenes colegas del grupo de Barbizon. En especial, de las variaciones sobre Ville-d’Avray, localidad en que su familia tenía una sencilla casa de campo, y cuya recurrencia desvela la filiación musical de la pintura de Corot, que admiraba a Beethoven, Gluck, Haydn, Mozart y Weber y era espectador asiduo a la ópera y el teatro.
Según un biógrafo temprano, su Recuerdo de Mortefontaine, paraje del que tuvo hasta su muerte una fotografía en la cabecera de su cama, sería una versión del decorado de la escena del bosque del ballet Giselle, de Theophile Gautier. También el poeta Gérard de Nerval había ensalzado los lagos y bosques de Mortefontaine en sus pomas Sylvie y Aurélia. Esta semblanza dista mucho del perfil ofrecido por Sir Kenneth Clark que, con su conocido ensayo El arte del paisaje (1949), forjó el tópico sobre Corot como pintor “cándido e ingenuo … con una facilidad innata” y desvió la atención de su carácter de erudito de la historia de la pintura de paisaje y rival infatigable de los grandes maestros: Claude de Lorena, Ruysdael, Poussin …
Durante décadas, Corot se presentó al Gran Premio de Roma de Paisaje Histórico de la Academia Francesa. En su afán por renovar el género, fue probando todas sus posibilidades, con escenas mitológicas, religiosas, pastorales, que terminarían fundiéndose en su característico paisaje lírico con figuras solitarias y de fantasía, en atmósferas saturadas de efectos lumínicos que propician la evocación poética y sentimental. En 1855, pinta su primer Souvenir o recuerdo. El título, que repetirá desde entonces para diferentes emplazamientos, da cuenta de su proceso creativo: de la remembranza de las impresiones captadas al natural con fidelidad topográfica (“Intento plasmar el estremecimiento de la naturaleza”) y de su reelaboración posterior (“Al aire libre no puede uno nunca estar seguro de lo que está haciendo. Hay que volver a pasar siempre por el estudio”). Al final, los paisajes del longevo Corot –como en Goya o en Turner- se disolvían en grafías casi abstractas, con masas ovales, frágiles árboles inclinados trazados casi a modo de veladuras con el dedo y mínimos e impactantes toques de blanco y negro. Como ya afirmara el critico Maxime Du Camp en 1865, “los paisajes de Corot tal vez no sean los que solemos ver, pero desde luego son los que solemos soñar”.