Los maestros según Picasso

Publicado en “Revista”, suplemento semanal de LA VANGUARDIA, 22/4/2001

El Museo Reina Sofía de Madrid presenta, hasta el 18 de junio, más de ochenta pinturas y cuatro decenas de dibujos de Picasso, desde 1953 a 1971, dos años antes de su muerte. Con “Las grandes series”, reunidas por primera vez y en donde el pintor parece revisar a los maestros de la pintura moderna: Velázquez, Poussin, Delacroix y Manet, el último periodo de Picasso, denostado por la crítica del formalismo vanguardista y recuperado tras el retorno a la pintura de los ochenta, vuelve a ser examinado. Las colas a la entrada del museo son interminables, y las exclamaciones ante la obra, resuenan altas y claras, para bien y para mal.

Como otros grandes maestros octogenarios (Bellini, Miguel Ángel, Tiziano, Goya, Monet y Matisse), Picasso trabajó los últimos años en contra del paso del tiempo (sólo entre 1960 y 1973 realizó más de mil pinturas, dibujos y estampas). Aislado en el caserón La Californie sobre la colina de Cannes, que adquirió en 1955, se vio rodeado de una auténtica corte de admiradores, descrita por Hélène Parmelin en Picasso Plain y regentada por la joven pero dominante Jacqueline Roque (cuya omnipresencia explica que las obras de esta época se adscriban generalmente al “periodo Jacqueline”). Prisionero de su celebridad y ajeno a la crítica, que a lo largo de los años cincuenta en pleno dominio de la abstracción es refractaria al viejo maestro, apenas expone obra reciente ante el público. Posiblemente no destruye nada. Regala autógrafos y dibujos, cerámicas decoradas. La casa entera termina siendo el taller del pintor, con baldosines y balaustradas pintadas.
El artista es el responsable de los giros decisivos de la pintura durante la primera mitad del siglo, de la revolución cubista de sus Señoritas de Aviñón con que se inaugura, y el retorno a la figuración clasicista y expresionista de los años veinte y treinta. Ha sido el publicista, como ningún otro durante los cuarenta, de la libertad surrealista que encumbra el gesto del individuo a hallazgo indeleble de la genialidad creativa, vía Pollock, para el nuevo expresionismo de los cincuenta. ¿Quedaba algo por hacer? Con setenta años se entrega con total libertad a la pintura. Se diría, y se ha dicho, pintar por pintar. Pero el único tema que trata es la misma pintura, haciendo un guiño premonitorio, como inevitablemente no podemos de dejar de verlo hoy, a la inversión conceptual que dominará las formas artísticas desde los sesenta. Contrario desde siempre a la teoría, lo hace con sus propias armas: con la pintura y como el pintor figurativo, al cabo, que nunca dejó de ser; como el último pintor clásico, tras la muerte de su amigo y rival Henri Matisse. Quizá, según acertó a decir Roger Callois, como un “liquidador sardónico” de la pintura. Esclarecer el proceso de pintar y la razón misma de la pintura se convirtieron en su obsesión.
La motivación de “Las grandes series”, por tanto, no cabe entenderse como consecuencia de la rivalidad de Picasso con los grandes maestros de la pintura moderna. Sus parodias, primero de Ingres, después del ideal clásico, a través de Poussin, y de la renovación naturalista de Courbet, se suceden intermitentes desde 1918. La anécdota, registrada por varios escritores, de la comparativa entre sus pinturas y las de Zurbarán, Velázquez y Goya en una sala del Louvre, con ocasión de una generosa donación de Picasso al Musée d’Art Moderne, ante las que el pintor habría exclamado: “Como ven, es lo mismo. ¡Es lo mismo!”, dan prueba de su seguridad sobre el lugar que ya había ocupado en la historia.
A excepción de su versión de “El rapto de las Sabinas”, pintado en el momento álgido de la crisis de Cuba, cuya gravedad política indujo al pintor a basarse en la iconografía clásica de Poussin y David- y que en esta muestra se ha colado casi de rondón; el resto de modelos para las series está elegido cuidadosamente del repetorio histórico de la pintura cuyo tema no es otro sino la propia pintura y su historia: Las mujeres de Árgel, un tema que en las propias variaciones de Delacroix se funde con el del pintor y la modelo en el estudio-burdel como una alegoría de la creación, y cuyas odaliscas marroquís versionadas harían célebre a Matisse (sin dejar de tender un puente con sus propias Demoiselles); Las meninas, en variaciones con y sin pintor -serie aquí escasamente representada quizá por la cercanía de la amplia colección del Museo Picasso de Barcelona-; y el Almuerzo en la hierba de Manet, que siempre se ha considerado, como parodia del Concierto campestre, el golpe de gracia de la pintura moderna antiacadémica a la tradición clasicista. Casi un cuadro le lleva a otro: el burdel-estudio de Delacroix al taller-salón de Velázquez, con su desdoblamiento de la representación, y éste, por la admiración que despertó en Manet, de nuevo a la relación entre el artista y su modelo y la ruptura con la cultura elevada de la tradición artística en la que el propio Manet, reivindicador del presente, se ve atrapado ahora y refutado, en su claridad velazqueña, por la furia de los verdes densos y nocturnos que muestran la voracidad contemporánea.
Con su permenente intensidad visceral y caprichosa, Picasso somete estas imágenes a su fijación por la serialización, es decir, por el proceso pictórico, que ya había hecho explícito en el célebre filme de Clouzot, “Mystère Picasso”, y que ahora, al fechar ostensiblemente las telas día a día, deja refrendado como uno de sus legados fundamentales. A la manera de las variaciones musicales, el bolero de Picasso se desarrolla reiterando la afirmación de la pintura moderna a través de la composición fragmentada y de la discontinuidad que irrumpe en sus obras cumbres, desde las de Aviñón al Guernica. Aunque aquí, abocado aún más a la dispersión, al jugar con la simultaneidad de los estilos de representación por él inventados a lo largo de su trayectoria. A modo de distorsionada sinfonía, en un mismo cuadro conviven el cubismo y su característico expresionismo, las formas encerradas por las líneas coloreadas con las manchas empastadas y al sfumato, la facilidad del virtuoso y el goteo descuidado, los colores mezclados y sucios del pasado con las tintas planas y estridentes de la pintura contemporánea.
Al tiempo, Picasso desarrolla sin descanso el tema del pintor y la modelo -otro tema de larga tradición de Rembrandt a Matisse-, con una actitud reflexiva ajena a la inmediatez jocosa de la “serie Vollard” de los años treinta. En plena senectud, descubre a su manera (bien dispar a Duchamp) lo que queda detrás de la piel de la pintura y la erótica de la creación. La serie sobre el atelier de La Californie, que guarda un diálogo formal nostálgico con Matisse y Braque, en negros, marrones y blancos, pero también con Courbet, con sus estudios sobre el marco de la pintura y la oscuridad del taller y de la tela como metáfora del túnel desde el que el pintor extrae nuevas imágenes, termina de anudar este periodo de concentración sobre la propia pintura. De nuevo, se trata de un viejo tema de Picasso, que guarda recuerdos visuales de todos sus estudios desde su juventud, pero que alcanza en este su último periodo su más excelente expresión, siendo la más sobria y completa de estas grandes series.
En este comienzo del siglo XXI se están celebrando, como no podía ser menos, varias revisiones de Picasso, “el genio del siglo XX”. A la antológica “Picasso: figuras y retratos” celebrada en Viena, con más de cien obras prácticamente desconocidas de la colección de Bernard Picasso, quien heredó aquello de lo que no había querido separarse el maestro hasta su muerte, se ha sucedido la que todavía puede verse, hasta finales de mayo, en el Jeu de Paume de París (pero que después visitará Montreal y Barcelona), con más de trescientas piezas sobre la pulsión erótica en su obra, incidiendo sobre la virilidad del pintor, tal como también las últimas versiones cinematográficas (“Sobreviviendo a Picasso”, de Ivory) se han empeñado en subrayar. La popularización del Picasso fauno, machista y mujeriego, con su banalidad mediática, justifica el revanchismo de la cultura de masas contra los héroes antes mistificados. Esta exposición, comisariada por Paloma Estebán, sobre “Las grandes series” presenta al menos dos docenas de obras maestras y otros tantos “extravíos” (pintura para pintores), ésos que han seguido alimentando la tradición pictórica figurativa de la posmodernidad. En conjunto, contienen la definición de la pintura en el siglo XX y la problemática situación en que quedó la pintura tras Picasso hasta hoy.