LUZ. Miguel Ángel Campano

Miguel Ángel Campano, galería Juana de Aizpuru, Madrid
Publicado en El Cultural, 19 de enero de 2006

A la primera, deslumbra. El resplandor blanco de los cuadros de Miguel Ángel Campano parece multiplicar la luminosidad que proporcionan los tubos de neón de la galería. Desde la vibración cromática de esos casi blancos salta algún verde y alguna mancha roja, entre los añiles, violetas, rosáceos y amarillos pálidos. Sólo después, tras la pausa demorada y en el intervalo de la distancia adecuada, puede apreciarse la intensidad de la armonía de esa gama apastelada, en conversión hacia colores sólidos; se diría, casi una transformación alquímica. Y luego, volvemos a la superficie, a esos lavados en blanco -como a la cal, que limpia y purifica-, y que supone una manera de “cerrar” la imagen, como si la pintura volviera al blanco del lienzo original otra vez. Como un libro. Pero ¿es el blanco que cierra o cancela realmente blanco-blanco? Más bien, se impone la vibración de las ondas cromáticas, de lo que está detrás y de lo que queda, irradiando luz y sentidos.
Decía Campano, hace unos años, que intentaba restituir la “primera mirada”, convencido de que la intuición artística funciona al modo de esta “mirada original”. Ahora, medio en bromas, se declara en una etapa “afásica, ácroma, amoral …”, escudándose y requiriendo silencio. Al modo de Kandinsky que, en Lo espiritual en el arte, sentenció que el blanco es “un gran silencio absoluto …, un silencio lleno de posibilidades”. Y en línea con Sontag, para quien la estética del silencio era una metáfora de la visión limpia, cuando la obra no aspira a la comprensión de quien la contempla.
Ya que el blanco puede entenderse como “todavía ningún color” o como la unión completa de todos los colores del espectro de la luz, su poder es ilimitado: su capacidad de excitación y emoción se hunde en el estado de suspensión, sobre un territorio incógnito lleno de matizaciones imprevisibles. De ahí la ansiedad y vulnerabilidad de los blancos de Cy Twombly y Philip Guston, por ejemplo (por no hablar del saturnino albayalde de las cárceles goyescas, que es el símbolo mismo de la espera). Para ordenar ese crisol nutriente, Campano utiliza el procedimiento compositivo de la retícula, que en la tradición contemporánea -según explicaba Rosalind Krauss en La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos- es “paradigma o modelo de lo antievolutivo, lo antinarrativo y lo antihistórico”. Aquí, en combinación con la expresividad gestual, las pinceladas enérgicas y ligeras quedan sometidas a la reducción en la estructura de la armonía blanca, supeditada a su vez a la organización reticular de verticales y horizontales, formando tramas, cuadros desplegados en la superficie del cuadro, al tiempo que cuadros multiplicados por superposición de capas, cada vez más lechosas. Salvo excepción: un rojo, un verde. Y vuelta a empezar.
Miguel Ángel Campano (Madrid, 1948) es de esos artistas que, gracias a ser fieles a su propio curso interior, no pierden la inspiración. Premio Nacional de Artes Plásticas en 1996 y con más de tres décadas de trabajo a sus espaldas, ha disfrutado de una trayectoria siempre inesperada y libre de la tiranía del estilo. Tras el primer automatismo y constructivismo, el eje de su producción a lo largo de la década de los ochenta fue la tradición pictórica francesa: Cézanne, por supuesto; pero también –y es más raro- Delacroix y Poussin, cuyas recreaciones de las Estaciones le condujeron hacia motivos narrativos más figurativos. Perfilándose, por tanto, como un reflexivo estudioso de la historia de la pintura. Quizá, precisamente por ello, el pintor ha regresado, sin embargo, una y otra vez a la abstracción gestual, como un encuentro retomado con su maestro José Guerrero, que amaba el cuadro dentro del cuadro y quien, desde 1974, le había inducido a profundizar en la pintura. Y del que ahora Campano recupera el consejo: “De la nada salió el blanco”.
Desde la serie rimbaudiana de Les Voyelles (1980-1983), en donde la “A” era negra y la “E” blanca, la dicotomía b/n volvió a cobrar protagonismo a mediados de los noventa, en la serie de aguafuertes Creciente/decreciente (1994) y en aquella constelación de 3003 unidades de pequeños cuadros en los que se alternaban las combinaciones de blanco, negro y arpillera con rectángulo y círculo, fondo y forma. Pero, después de su vuelta al color de las últimas series, Plegarias y Sudarios, el negro ha desaparecido. También las pregnantes referencias biográficas, de viajes y encuentros personales tan del gusto de la crítica, cuando se trata de un pintor carismático. Dice la alquimia que lo blanco (albedo) es la señal de que, después de lo negro (nigredo), la materia prima se encuentra en el camino que conduce a la piedra filosofal.
En esta nueva andadura, sólo queda del anterior periodo la organización en tramas de los fondos de las telas hindúes ordinarias (lungées), que utilizó entonces como soporte. Los títulos de los cuadros son arbitrarios. Se ha impuesto la mística formal de la pintura. Y los casi blancos: verdes aguados, añiles desleídos y casi rosas y amarillos vibran en la atmósfera luminosa. Los trazos flotan en el velo y la nada ha sido derrotada. No hay pureza ni virginidad.
Pese a la enorme distancia del abigarramiento que asociamos a las telas características de Pollock, se da cierta afinidad en el modo de entender el campo pictórico (all-over) y su efecto perceptivo en la visión del espectador. La imagen no se consume en la primera mirada, golpeada (como en las impactantes construcciones de Franz Kline). Tampoco somos absorbidos, como en la experiencia corporal que nos proporcionan los cuadros de Rothko. En lo nuevo de Miguel Ángel Campano, la visión se multiplica entre lo que está debajo y la aparente trama de gasa blanca sobrepuesta, en lo que Greenberg denominaba plenum ingrávido, jugando a modular la tonalidad, a conjugar gesto y orden, entre los haces de luz. Ese es el “acontecimiento” pictórico que nos propone. Nuestra mirada, acostumbrada a encajar impactos, no se retrae deslumbrada, ni queda en handicap ante la imposibilidad de reconocer la “infraimagen” –que, a través de alguna ventana, se aventura más dramática del amortiguamiento que la cubre. Al percibir una experiencia óptica desconocida, requiere demorarse y abandonarse al “pensar” de ese ludismo cromático que reconcilia sensación y espíritu.
(Por lo demás, el pintor residente en París, comprometido con la literatura y con la vida, sigue prestándose a colaboraciones en revistas culturales y manifiestos sociales y políticos. En estos días, algunas de sus obras se han juntado con las de otros ciento cincuenta artistas para ser subastadas, con fines solidarios, en el Salón del Carbón de Sevilla, a iniciativa de la CNT y su revista La infiltración).