Más que una artista etnográfica, Shirin Neshat

Shirin Neshat. La última palabra, MUSAC, León
Publicado en Cultura/s, 23 de noviembre de 2005

El interés por la obra de Shirin Neshat, conocida en nuestro país fragmentariamente a través de colectivas desde 1997 (La máscara y el espejo, Mar de Fondo, Sónar, Transatlántico, Resistencias, Fantasías del harén, Después de la revolución, ferias y bienales) desemboca ahora en esta revisión de su primera década de producción (1994-2005). Sin pretender ser exhaustiva, ya que cuenta con una veintena de fotografías y seis cintas (entre videoinstalaciones, monocanal y cortometrajes, seleccionadas de la docena llevada a cabo hasta la fecha), la muestra ofrece el valor añadido de una retrospectiva y la ficción asociada a este formato de que intimamos con los resortes sensibles, intelectuales, políticos y emocionales de la artista. En esta década, muy pocos creadores han logrado ascender tan rápidamente al olimpo de la elite del mercado internacional, y aún menos partiendo desde la férrea etiqueta de artista de la “diferencia” (de género y étnica), hasta el respeto y la admiración hacia una obra que, profundizando en la tentativa de resolución de conflictos que la alimentan, no deja de asombrar y se yergue en el horizonte como la voz de una de las más originales intérpretes de la escena contemporánea.
Para terminar con malentendidos, hace cinco años Shirin Neshat aseguraba: “No me basta con explicar mi cultura. No quiero ser una artista etnográfica”. Declaración que no puede pretenderse ingenua procediendo de una graduada en la Universidad de Berkeley, granero de los estudios culturales, y que manifestaba una petición de independencia de los supuestos deberes documentalistas de su posición “bi-cultural”, como la califica el comisario, Octavio Zaya, y también de las desventajas de la “recepción geopolítica” de su obra. Tiene razón Hamid Dabashi, en su texto para el impecable catálogo editado por Charta, al afirmar que los temas predominantes en su trabajo han coincidido con las cuestiones que se han ido revelando más candentes: la condición poscolonial y transcultural, la diáspora, el desarraigo, el conflicto entre Occidente y el Islam y la identidad rebelde de mujeres ante una herencia patriarcal en la que se siguen estrechando los márgenes de supervivencia. Y que están inscritos en su biografía. Nacida en la ciudad iraní de Qazvin en 1957, en el seno de una familia terrateniente y pro occidental, padece de adolescente anorexia en un internado católico de Teherán y después el exilio, desde 1975, y la humillación, cuando durante sus años de estudios de arte en California la población iraní en Estados Unidos vive bajo sospecha con la crisis de los rehenes (444 días, entre 1979-1981) bajo la Revolución Islámica. Después de una década –en la que se casa, tiene a su hijo y comienza a trabajar en la galería de su esposo Kyong Park, Storefront for Art and Architecture, conociendo los entresijos del mundo del arte neoyorquino-, en 1990, muerto el Ayatolá Jhomeini, Shirin Neshat regresa a Irán y se desencadena su obra. Que es, en todo caso, como señaló el artista y crítico iraní Aydin Aghdashloo, fruto de la ansiedad y el miedo que produce el distanciamiento respecto a las tradiciones de la propia cultura, y que a partir de ahí “adquiere un aire misterioso, como de pesadilla”, poso que contiene todo el trabajo de Neshat. Y cuyo pulso, intensidad y lirismo definitivamente conquista al espectador de cualquier latitud.
El problema de Shirin Neshat nunca ha sido explicar una cultura islámica, que en gran parte desconoce e intenta reencontrar bajo la mistificación de lo oriental que ella misma ha asimilado en su educación. Ni servir de puente – cuestionador- entre dualidades excluyentes. A la luz de lo producido hasta ahora, ni siquiera las series fotográficas de sus comienzos, Unveiling (1993-94) y Women of Allah (1994-97), en donde los rostros y manos de mujeres armadas se recubrían con versos de las escritoras ideológicamente opuestas Forough Farrokhzad y Tahereh Saffarzedeh, eran un intento reduccionista a abrir el discurso político. La pista estaba en la propia escritura: “La poesía es la voz simbólica y literal de las mujeres cuya sexualidad e individualismo han sido borrados por el chador o el velo”, aclaró después. Y en la insatisfacción de Neshat ante la expresividad comunicativa de la imagen. Puesto que aquellas fotos “suscitaban muchos problemas relacionados con la traducción, literalmente, y respecto a la tergiversación cultural”, se internó en las posibilidades narrativas del vídeo y del cine para hacer “un trabajo más lírico, filosófico y poético”. Desde entonces, ensaya diversos recursos retóricos junto a músicos y escritores, como el canto en Turbulent (1998) con la compositora y cantante Susan Deyhim, la evocación del cuento de Moniru Ravani’pur en Rapture (1999), o el intercambio serial de Passage (2001) con Phillip Glass, en el que se lleva a la épica el rito del entierro. En los últimos cortometrajes, ya decididamente oníricos y simbólicos, The Last Word (2003) y Zarin (2005), ambos en colaboración con la escritora Shahrnust Parsipur y el director de cine Shoja Azari, la intensidad del enlace entre palabra, silencio e imagen se hace casi insoportable, para dicha del espectador. La ira de esta nueva Sherezade ante la censura de la voz de la mujer y de la creación poética, íntima, y la durísima condena de la vejación sexual infantil queda contenida en un ritmo visual a escala monumental. (Que, por cierto, no requiere en absoluto el abultado montaje espacial elegido en el MUSAC). A estas alturas, la potencia irracional que Neshat vehicula con su cada vez más esmerada técnica dramática podría cosechar el éxito con indiferencia del género o etnia en sus temas. Pero todavía Shirin Neshat necesita insistir en la mujer como sujeto (universal) de la historia de la justicia y de la libertad.