Mosaico romano del Mediterráneo, Museo Arqueológico Nacional, Serrano 13, Madrid
Publicado en “Revista”, suplemento semanal de LA VANGUARDIA, 8/7/2001

Es la primera vez que se reunen en España un número tan importante y de tanta calidad de mosaicos romanos. Con sesenta piezas, más de la mitad procedentes del resto de las provinciae fideles de Roma, de las occidentales Galia y Lusitania y las orientales Argelia, Túnez, Marruecos y Siria, la muestra pretende simbolizar la unidad cultural del mare nostrum, cuya preservación y desarrollo defienden las asociaciones promotoras del proyecto, la Unión Latina y la Asociación Together in the World. Y para ello se valen de la metáfora del erudito clasicista Agustín de Hipona, para quien la contemplación del mosaico, con sus minúsculas y numerosas teselas, recoge en un solo vistazo “una imagen única y hermosa”, a semejanza del universo.
Aunque el origen del mosaico, tal como afirmó Plinio el Viejo y constatan las recientes investigaciones, se remonta al arte griego arcaico, los romanos lo difundirán por todo el Imperio, a través de la exportación de los trabajos de los maestros alejandrinos y principalmente gracias a los talleres ambulantes, cuya huella distintiva se halla en pavimentos de regiones muy alejadas, como Nimes y Pompeya. Además, la existencia de cuadernos de modelos terminaría por completar la unidad iconográfica a lo largo de todo el Mediterráneo, sólo modificada por el uso en la variedad de los materiales (mármol, caliza, pastas vítreas) y su coloración. Los mitos, tradiciones, leyendas, costumbres y símbolos presentes en los mosaicos aseguran un lenguaje común que llega a ser extraordinariamente sofisticado al servir a la transmisión de la alta cultura en las residencias de la elite. Todo mosaico es muestra de opulencia, al sustituir a la tierra o la lana por un revestimento del pavimento duradero y resistente al agua. Tanto más los mosaicos de pared y portantes, que eran objeto de coleccionismo y considerados “pinturas de piedra”, pues de hecho reproducían originales pictóricos. Pero su uso podía ser incluso publicitario, como muestra el mosaico de la ánfora con la inscripción “flor de garum (aliño de pescado), fabricada a partir de caballa a la manera de Scarus”, un comerciante con presencia en todo el Mediterráneo. En el mejor de los casos, llegaba a revestir paredes, columnas e incluso techos.
Muchos de los mosaicos expuestos proceden de los pavimentos de las entradas y los comedores de las residencias, en donde se reunían familares e invitados a la hora de la cena, que comenzaba al atardecer y se prolongaba hasta ya entrada la noche, constituyendo el evento primordial de la jornada romana, y en donde los mosaicos cumplían la función tanto de acogida con sus códigos conocidos por todos como un pretexto para animar la conversación iniciando nuevas interpretaciones de los tópicos. Eran muy usuales las representaciones de aves (ave, salve) como saludo a la entrada de la casa, a veces con motivos humorísticos, como el repetido de un gato que acecha, en “Pájaros sobre un cántaro” (Nápoles, s. I a.C.). Otras veces, el mosaico del vestíbulo se dedicaba a la representación de motivos vegetales, como las elegantes y complejas guirnaldas de Tudela (s. IV), aludiendo a la abundancia y fertilidad de la naturaleza, espejo de la riqueza y bienestar de la familia.
Así, mientras las estancias privadas eran decoradas con mosaicos de complejas composiciones geométricas, con círculos y octógonos, estrellas, rosetas, nudos de Salomón, cruces de Malta, volutas, etc., generalmente en blanco y negro, y sólo animadas acaso por una imagen figurativa o emblemata central, fue en los lugares de reunión donde se desplegaban imágenes más fantásticas y también realistas, desarrollando la idiosincrasia de la sensibilidad romana y su gusto por el devenir de la naturaleza, la vida salvaje de las bestias, la protección de las divinidades y las competiciones espectaculares entre los hombres. Completando el museion que todo hombre culto debía recrear en la privacidad de su vida cotidiana.
A pesar de ser más frecuente en las provincias orientales, donde las fieras, leones y panteras eran representados con mayor naturalismo por su observación de visu, el tema del paisaje del Nilo, con los relatos fantásticos de lo acaecido en sus orillas se difunde desde el perido final de la República entre el público urbano, imbuido del espíritu cosmopolita helenístico y fascinado por el paisaje exótico, en el que las figuras humanas quedan absorbidas y dominadas por el entorno, mientras las ondulaciones del agua satisfacen el ilusionismo óptico al servicio de una veracidad cada vez más exigente. Otras veces, el jardín imaginado intenta recrear los lujosos parques de los príncipes helenísticos del Oriente griego, con la prodigalidad en estanques y fuentes que terminan por conformar la casa romana.
Pero también la importancia del mar queda subrayada en el capítulo dedicado a las mitologías. La majestuosa cabeza del dios Océano (Susa, primera mitad del siglo III), que a pesar de sus finísimas teselas pavimentaba el frigidarium de un centro termal, y la representación del hijo de Neptuno, Eolo, dios de los vientos, que desencadena las tormentas, dan cuenta de la necesidad de su protección para la vida marítima de pescadores, comerciantes y navegantes que afrontaban el mar y sus peligros al trazar a diario las rutas de unión del Mediterráneo.
La larga y profusa tradición del mosaico, además, aportó temas específicos de la cultura romana enraizada en sus orígenes etruscos, como la lucha de gladiadores, de cuya celebración en Roma se tiene noticia ya en el año 264 a.C., aunque en un principio estuviera inscrita en rituales fúnebres para ser trasladada posteriormente a los populares espectáculos en los circos; como testimonia Plinio cuando afima que el Circo Máximo llegó a dar cabida a doscientos cincuenta mil espectadores en la época de Nerón. Toda suerte de competiciones fueron amadas por los romanos. Sus mecenas, que invertían fuertes sumas en hombres y caballos para las carreras de carros, quisieron que sus nombres quedaran inscritos en las escenas que muestran a los vencedores, ejemplificando una vez más el modelo de virtud de Hércules: el éxito final del héroe tras soportar toda suerte de adversidades. Representaciones generalmente tópicas y donde la retratística resulta absolutamente excepcional, como ocurre en el excelente mosaico “Los coristas” (Capua, s. II-III), en donde cada personaje presenta su propia fisonomía en una composición realista reforzada por el intento de perspeciva, con sus tres filas superpuestas y subrayada por las sombras en el suelo.
Posteriormente, y a pesar de cierta disgregación al final del Imperio, es indudable que la difusión del mosaico romano consolidó la difusión del arte paleocristiano y la pervivencia estilística e iconográfica de la Europa Medieval en otros soportes, pinturas, esculturas, orfebrería, etc.. Retomado entre los siglos XI y XIII, pero pronto sustituido por la pintura al fresco, sin embargo todavía, como muestran en el siglo XX la iconografía del tardío De Chirico o la utilización de mosaico en el revestimento de las fachadas de Gaudí, por poner sólo dos ejemplos, el mosaico sigue enraízado en el alma mediterránea.