Soledad Sevilla

Publicado en 100 artistas españoles, 2009

La búsqueda de nuestra percepción de lo sublime en su construcción del espacio es el hálito que impulsa toda la obra de Sevilla, desde la pintura a la instalación, indagando su posibilidad en diálogo con un dilema moderno principal: abstracción/expresión, con el fin de explorar el sentido trascendente del tiempo y la luz, que desemboca en una poética de lo efímero y demanda una emoción de corte íntimo.
El inicio de su trayectoria se sitúa a finales de los años sesenta en el ámbito de la abstracción geométrica, cuando participa en el Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas (por ordenador) del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid y junto a Elena Asins, Manuel Barbadillo, Gerardo Delgado, Luis Lugán, Manuel Quejido, Eusebio Sempere y José María Iturralde centra su interés en la investigación sobre el módulo y sus infinitas variaciones sobre el plano pictórico. Sin embargo, ya en aquellas construcciones geométricas se insinúa la abstracción lírica, bajo la inspiración de Rothko, donde los matices de la luz y la gradación de las tonalidades irán cobrando mayor protagonismo en la leve, frágil y suspendida estructura reticular.
A principios de los años ochenta la instalación se incorpora a su producción pictórica como un recurso expresivo más con el que recrear una atmósfera en la que envolver la experiencia del espectador. Tras el cuadriculado y especular Espacio Shakespeare (1983), las sombras del entramado vegetal en El poder de la tarde (1984) marca una inflexión hacia un imaginario de la rememoración de diversas dimensiones del tiempo en sus sucesivas instalaciones (Sería la del Alba, 1990; El Sueño Recobrado, 1994; El tiempo vuela, 1998; Temporada de Lágrimas, 2003); algunas proyectadas para emplazamientos públicos (Con una vara de mimbre, 1998) y en edificios históricos (Toda la Torre (Día), La Algaba, Sevilla, 1990; Mayo 1904-1992, Castillo de Veléz Blanco, Almería, 1992).
. En sus telas, el gran cambio se produce en 1997, cuando acomete la serie de Muros vegetales que evocan las viejas tapias de los jardines del Albaicín y de los patios de la Acera del Darro en Granada, abriéndose por tanto a una incursión en la figuración que no abandona el influjo de Clifford Still y mantiene una sensación de espacio sin bordes ni límites. Además, ese giro radical incluye también un trasvase de técnica, del acrílico al óleo, permitiéndole una pintura más elaborada para las series de cuadros en frisos de grandes dimensiones que caracterizan su último periodo (Insomnios, 2000; El Rompido, 2004). Pero siempre fiel a su interés por las dualidades expresivas –luz/sombra, imagen/reflejo, memoria/instante, real/imaginario, duración/caducidad, ocultación/revelación …- que, en su opinión, respaldan aún hoy la belleza y la dimensión espiritual en la obra de arte.