Tres visiones de la corte de Felipe IV. El Prado “enfrenta” a Van Dyck, Rubens y Velázquez

Velázquez, Rubens, Van Dyck. Pintores cortesanos del siglo XVII, Museo del Prado, Madrid
Publicado en “Revista”, suplemento semanal de LA VANGUARDIA, 23/1/2000

Velázquez fue el primer pintor español que miró a los ojos a su señor, el rey Felipe IV. Después, esta actitud sólo la emularía Goya, el romántico ilustrado que por sus diferencias con la monarquía acabaría su vida en el exilio francés. El hecho de que ambos sean los mejores pintores de la tradición española, pero, sobre todo, la dignidad que percibe el espectador ante los retratos de Velázquez -que confieren a su vez pareja dignidad al retratista-, hace cundir la sospecha de que como auténtico genio español el pintor debió ser apasionado y rebelde. Hoy sabemos que Velázquez, hijo de portugués, era conocido por su flema y que estuvo plenamente integrado en su época.
Este argumento es uno de los objetivos de la muestra, después de que la exposición antológica de 1990 convirtiera a Velázquez en una “superestar”, según ha declarado su comisario Jonathan Brown. Celebra el 400 aniversario de Velázquez (1599-1660) y de Van Dyck (1599-1641), junto a Rubens (1577-1640), maestro de ambos. Los tres, súbditos de Felipe IV, y pintores que alcanzaron título de caballero : Velázquez, la Orden de Santiago en 1659. Pero su anhelo por la más alta distinción se remontaba mucho tiempo atrás. En 1628, Velázquez conoce a Rubens, que llega a la corte como diplomático, aunque termina realizando algunos encargos. El encuentro es crucial : Rubens no sólo encarna al pintor-caballero ; además, impulsa su primer viaje a Roma. Este es el momento que inicia el recorrido velazqueño de la muestra, ya que su otro guión es la asimilación que cada pintor hizo de la tradición italiana.
Esta exposición comparada no nos propone, por supuesto, establecer rivalidad alguna entre los maestros. Se trata más bien de, gracias al juego de similitudes y diferencias, comprobar la diversidad de estilos en la época y afinar nuestro gusto en las peculiaridades de Velázquez. Para seleccionar los cuadros, J. Brown ha elegido de entre los géneros que entonces ennoblecían a la monarquía y a sus pintores : retratos, mitologías y representaciones religiosas. En total, cuarenta y cuatro obras, de las que sólo quince pertenecen al Museo del Prado. La envergadura de esta pequeña exposición cobra sentido si consideramos que es la primera vez que la tela de Velázquez “Felipe IV en pardo y plata” sale de la National Gallery de Londres. También excepcional, junto a otros, es la visita de “El Príncipe Felipe Próspero”, que no fue incluido en 1990.
Estos dos magníficos lienzos, realizados en un intervalo de treinta años, patentizan las amplias libertades, técnicas y conceptuales, del pintor cortesano Velázquez en su peculiar interpretación del retrato y descartan el tópico de su abulia debida al restrictivo servicio del rey. En el primero, destinado a la corte de Carlos I de Inglaterra, asombra a bote pronto el aspecto dubitativo del monarca más poderoso de aquel tiempo, extraño a la función legitimatoria del cuadro. En paridad, la imagen de “La reina Enriqueta María con Jeffrey Hudson” de Van Dyck parece llena de elegante gracia, pero también más convencional. Y la impresión se acentúa si comparamos al juguetón Sir Jeffrey Hudson con “El Príncipe Felipe Próspero” de Velázquez : el infante es ya un sujeto y merece la misma atención psicológica que su padre.
Todavía más profundas son las diferencias que hay en el género de las narraciones mitológicas, entendidas entonces como alegorías morales. Las virtudes coloristas y una magia casi fantasmagórica brillan en “Venus en la fragua de Vulcano” de Van Dyck. A su lado, la pálida “fragua” de Velázquez, realizada a la vuelta de su viaje a Roma, convence de su asimilación del clasicismo del coetáneo Poussin en Italia, que le forzó a abandonar la paleta ocre propia del naturalismo a lo caravaggio, asimilado en Sevilla. Velázquez “arruina el mito”, como decía Ortega, pero refuerza su sentido moral gracias al costumbrismo que introduce en la escena, la veracidad espacial y los precisos bodegones que puntean aquí y allá la atención del espectador. Van Dyck, como su maestro Rubens, prefiere la espectacularidad de la ficción y no duda en congelar el instante más dramático (a riesgo de petrificar muecas grotescas), ayudado por el dinamismo y la facilitá de su paleta.
Para Velázquez, la admiración en pintura no termina en el placer visual. Más bien se trata de engañar al ojo mediante un aparente realismo que describe el momento más sugerente para desencadenar una fruición también reflexiva de la composición. Porque, para él, la pintura es ciencia y narración moral, en Velázquez es impensable una representación religiosa de aire tan cortesano como las realizadas por Rubens. Escasamente interesado en temas sobrenaturales -como demuestra el catálogo de su biblioteca, muy parca en religión pero abundante en matemáticas, filosofía y literatura-, raramente pintó cuadros religiosos. Los dos que se encuentran aquí, el humanizado “Cristo en la cruz” y la extraordinaria composición de “Las tentaciones de Santo Tomás” hablan de la seriedad con que servía a los principios de la pintura, su única “señora”, que bien supo compaginar con el servicio al rey.
Frente a los sensuales, pero desordenados, maestros centroeuropeos, Velázquez es la mejor conjunción entre el realismo español y las dos grandes tradiciones italianas : la intelectual florentina y la colorista y espontánea pincelada del veneciano Tiziano. El visitante podrá corroborarlo en las cuatro salas consagradas a Velázquez contiguas a esta excepcional muestra en el Museo del Prado.