Un alegre juego siniestro. Jorge Galindo

Jorge Galindo. Fotomontajes pintados, Galería Soledad Lorenzo, Madrid
Publicado en Cultura/s, 14 de septiembre de 2005

El éxito del collage radica siempre en su estrategia nostálgica. Es como juntar pedazos rotos de algo que ya no se puede recomponer del todo y al que se agregan restos ex novo. De ahí que haya sido la operación protagonista de esa modernidad bifronte, que contemplaba a la vez el pasado y el porvenir. Eran nostálgicos los vanguardistas surrealistas como lo eran los neodadaístas de mediados de los cincuenta del siglo pasado y después los pop, cuya imposición fulgurante se valió de la transformación del montaje para asumir con optimismo los recuerdos cotidianos de las penurias de la posguerra una vez que lo peor había pasado (los pop duros y antes los dadaístas, que utilizaban directamente lo que había en el momento, encontraron más resistencia por parte del público). El sentimentalismo pegajoso, kitsch, agarra la mirada a la imagen, mientras nos hace sonreír. Ejecutado con gracia, el montaje es resultón. Por parte del autor, es una especie de exhibicionismo de inventiva y el espectador admira la fantasía. Pero el hallazgo reside en una mnemotecnia, en la calidad del repertorio de recuerdos y la precisión cronométrica del artista para ajustar la franja sensible de su público en ese momento.
A Jorge Galindo (Madrid, 1965) no le desagrada que le encasillen en el pop sucio. Desde hace más de una década, viene explorando diversas posibilidades de este método recolector, conjugando las facturas industriales con la espontaneidad vigorosa de la fisicidad de la pintura y, si se me permite la expresión, de la alegría y el desmadre del color. Como bases, en la serie Patchwork utilizó los patrones repetitivos de textiles de desecho (lonas, guatas, arpilleras …). Después, recurrió a fotomontajes sobre plotter, en donde las transparencias de pintura derramada flotaban sobre collages de la pintura decorativa de papeles pintados y bibelots (vajillas, etc.), junto a fotografías de esculturas barrocas, entonces en un guiño a su utilización por parte de los apropiacionistas, hasta concretar una contestación irónica al style pompier que siempre ha planeado en las arcas del coleccionista moderno. Además, en su anterior serie, Le Roí ornamental (2003) se consolidaban ya elementos que hasta el momento parecen perfilar su iconografía figurativa. Dice Jorge Galindo que “la mano es una de las formas más abstractas que tiene el cuerpo humano”. Entonces, eran utilizadas para desplazar sentidos semánticos y, como flechas, para aligerar y dinamizar el recorrido de la mirada. En el trabajo que ahora presenta, manos y cabezas –que, por cierto, son las unidades mínimas a las que todos reducimos la representación del cuerpo humano en la primera infancia- se han sometido a una febril combinatoria: amputadas, sobrepuestas, destalladas e intercambiadas. Un juego siniestro si no fuera por la exuberancia y joie de vivre que contagian estas pinturas.
De la obsesiva acumulación de materiales de cultura visual que almacena, Galindo ha elegido el difuso periodo de los años cincuenta: difuso porque, como demostró Jameson en su célebre ensayo sobre la Posmodernidad, continúa siendo el anclaje más o menos velado del éxito de la industria cinematográfica estadounidense. Incluido el exotismo latino que fascinaba en las salas de baile de la época. De Tiffany’s a Lola Montes, las chicas con toda su parafernalia glamourosa siguen irresistibles, también al tamaño umba-umba de la fábrica de chocolate. En realidad, todos los cuadros de la exposición son una suerte de miniaturización de los cartelones de cine que adornaban hace años las grandes vías metropolitanas, que Jorge Galindo ha “pintado” a través de las manos y técnicas de esos especialistas ahora casi en paro, “como un director de orquesta” que añora la presencia vital de la pintura de otra época.