Artaud, La Casa Encendida, Ronda de Valencia 2, Madrid. Tel. 91 506
3875. Hasta el 7 de junio.
Comisaria: Marta González Orbegozo
Publicado en
Cultura/s, supl. Cultural de LA VANGUARDIA, 15 de abril de
2009, pp. 18-19.
Las miradas en los retratos de los amigos de Artaud expresan el miedo, la tristeza y la perplejidad ante quien los está dibujando. Y ya sólo por eso se distinguen de todos los demás retratos conocidos, en donde el retratista intenta aislar la identidad del retratado, utilizarla como medio para plasmar el sentir de una época o imponer un estilo, una mirada. Los que miraban a Artaud estaban aterrados, cada cual a su manera, con candor, escalofrío, suspensión, bloqueo … que son algunos de los sentimientos que según nuestra capacidad y edad nos provoca estar ante el riesgo cierto de pérdida de cordura, del supuesto control de nuestra mente. Artaud los dibuja a partir de junio de 1946 en Ivry, cuando retoma su vida pública, después de nueve años de suplicio: encerrado en manicomios durante una época en la que los locos estuvieron amenazados de exterminio y después, desnutrido durante la larga contienda de la guerra, tras decenas de sesiones de electroshock. El teatro de la crueldad para el despertar de “nervios y corazón”, que años antes había vaticinado, impuesto a la realidad.
La
fortaleza de Artaud es increíble, para sobrevivir a todo eso. Pero el poeta
visionario, el surrealista provocador, el antes atractivo actor
cinematográfico, el opiómano ocultista había quedado destrozado. En el borde.
Todos y también él presienten el final. Sabedor de que le queda poco tiempo, el
artista multiplica su actividad. Sigue con sus cuadernos (más de
cuatrocientos), ultimando el texto del Viaje
al país de los Tarahumara, escribiendo poemas fonéticos como “Tutuguri“ y
sobre su entonces alter ego Van Gogh el suicidado por la sociedad para una
emisión radiofónica. El proyecto de una exposición de sus cuadernos y dibujos
en la galería de Pierre Loeb en París le estimula para meter colores sobre el lápiz. Y hay
otros adornos: las circunvalaciones
de los cabellos, los labios borrados
de ellas que aluden a deseos sexuales suspendidos, como huellas de besos
imaginados y aplazados. Los retratos atrapan momentos de amistad, de visita, y
de intimidad.
Son
extraordinariamente introspectivos. Y todavía hoy nos sitúan ante la misma
incertidumbre compartida por todos ante la locura: entre la compasión y
retraimiento, es decir, el miedo. Pues los rostros de sus modelos, al mirar a
Artaud, se convierten en espejos, en retratos indirectos del artista. Son los
últimos eslabones de sus anteriores autorretratos, sobre los que Jean Dequeker,
un interno del equipo en el hospital de Rodez, dejó este testimonio: «le vi
crear su doble como si estuviese en un crisol sufriendo una tortura y una
crueldad indescriptibles. Trabajaba encolerizado, rompía un lápiz detrás de
otro soportando el trance de su propio exorcismo... Le he visto sacar
ciegamente los ojos de su propia imagen». El rostro de Artaud con erupciones y
clavos, excrementos proyectados, descargas gráficas de lo que llamó subjectil y que Jacques Derrida entendió tan bien: sujeto exacerbado y fuera de quicio. Y todavía
antes de eso, como señala la comisaria: “rostros de personas envueltos en un
caos de máquinas, cruces y órganos humanos. Las figuras brotan en desorden,
cuajando la página: el sujeto que mira, que hace, es inexistente”. Cuerpo sin
órganos que no soporta ya las máquinas deseantes descritas por Deleuze y
Guattari en el AntiEdipo, donde
Artaud el esquizo es el héroe de la subversión.
En el
comienzo de su actividad plástica, alentada por Ferdiere en junio de 1944 después
del último electroshock, sólo aparatos eléctricos, cables, cañones y cruces expandidos en un espacio
otro, ajeno a la configuración
mental, de dimensiones n; de manera
que casi nos asomamos al grado cero (después de eso, sólo conocemos las arborescencias interiores y reagregaciones de Michaux, inducidas, no
obstante, por experimentación voluntaria con alucinógenos).
¿Exorcismos
y obras de arte? Desde luego, no art brut
de Dubuffet, rechazado explícitamente por el artista; ni art-therapie de Prinzhorn. Desde su traumático viaje a Irlanda, el poeta
había comenzado a confiar en el misterio de los símbolos y a transitar entre
dibujo y escritura. Una fe acrecentada tras sus experiencias con peyote con los
tarahumara. En el texto para la exposición dessins
pour assassiner la magie, Artaud fue tajante: «con estos dibujos, he roto
definitivamente con el arte, el estilo y el talento... Maldito sea quien los
considere obras de arte u obras de la estimulación estética de la realidad».
Quien trata con el maldito Artaud
queda tocado. Su obra siempre queda a salvo de la mistificación cultural. Por
eso, hemos de aplaudir el trabajo
curatorial de esta exposición: riguroso y honesto, en materia tan difícil, y
muy medido. Ofrece todas las claves para comprender la complejidad del más puro
artista surrealista, su ajetreada vida pública en el teatro y el cine y también
su reducido círculo de amigos íntimos. Sin sofocar su intensidad.