Settecento
Veneziano, del Barroco al Neoclasicismo, Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando, Alcalá 13, Madrid. Hasta el 7 de junio.
Comisaria: Annalisa Scarpa
Publicado en El Cultural,
sup. Cultural de EL MUNDO, 3 de abril de 2009, p. 29.
Como
descubre el turista que asiste a las mascaradas de sus carnavales, la gran
Venecia es la de Giacomo Casanova: la Venecia dieciochesca, decadente y
cosmopolita que hechizó a Europa como la imagen misma de la ensoñación y del
amor. Al igual que el aventurero Casanova, muchos de sus pintores fueron
viajeros y extendieron el encantador gusto veneciano y las vedutte de la Serenissima
por todas las mansiones de las cortes europeas, en una suerte de devolución a
los aficionados pudientes del grand tour
de su recuerdo más preciado.
Como el narciso Casanova, el amante del amor, el amante de sí mismo,
que jamás quiso ver los grandes cambios que ya casi se palpaban, la ciudad se
miraba en el espejo de su laguna, repitiendo con exactitud sus celebraciones y
fiestas, en un reflejo interminable de la gloria y los valores del Antiguo
Régimen. Por entonces, aunque el Estado veneciano había perdido su hegemonía
política en el Mediterráneo, la ciudad alcanzaría su esplendor artístico. En
bancarrota, el Estado se vio obligado a vender títulos nobiliarios a los
mercaderes que, deseosos de un mayor reconocimiento social, pretendieron
asimilarse a la vieja oligarquía haciendo gala de estilo aristocrático,
cubriendo de frescos y pinturas los palacios y adornando sus góndolas y
vestimentas, hasta el último detalle.
Y es un arte de detalles lo que se desprende de este variado
recorrido por la pintura veneciana del settecento
que, gracias al patrocinio de la Fundación Santander –reincidente en su apoyo a este periodo-, ofrece al público en
España y a través de medio centenar de telas un mosaico completo de sus
pintores: desde el célebre Canaletto y su discípulo Bernardo Bellotto a los
viajeros y también residentes en España Jacopo Amigoni y la saga de los Tiepolo,
junto al gran costumbrista Francesco Guardi, los pastorales Sebastiano y Marco
Ricci, Gian Antonio Pellegrini y Francesco Zuccarelli, los forasteros Luca
Carlevarijs y Johann Richter; e incluso, entre los retratos intimistas de
Pietro Longhi, el pastel sobre papel muy sfumatto
del niño William Hamilton de la pintora Rosalba Carriera, la más destacada
entre otras pintoras, que fue admitida en la Academia di San Luca de Roma y
también en la Academie de la Peinture parisina.
Rosalba Carriera, Retrato de niño (William Hamilton)
Acontecimientos de la historia sagrada y fábulas mitológicas, paisajes
y vedutte de la vida veneciana, lo
común en estas representaciones es la atención a los detalles iconográficos,
los símbolos, los atributos: los pintores del settecento superan
el ocaso de la pintura veneciana durante el barroco siglo anterior, sumido
todavía en la admiración insuperable a los renacentistas, gracias a su
sofisticada exhibición de recreación acabada,
completa y en este sentido perfecta, de la tradición. Son imágenes de reconocimiento, en las que no se
escatima personaje secundario, acompañamiento o alusión, ni un detalle. Incluso en el floreciente género erótico. Pintura
erudita. Pero enmascarada de tierna sensibilidad sentimental. Fina membrana que
terminará convirtiendo la escuela de color en pintura de luz, casi evanescente.
Por eso, aquí se corrobora, a diferencia de la exposición de hace unos meses en
Madrid dedicada a las vedutte, que el
riguroso neoclasicista Canaletto fue quizás el menos veneciano de los pintores
de este settecento.